jueves, 22 de octubre de 2015

Ácaros

Viven en los lugares más insólitos: ocultos en tu cama, en la tráquea de las abejas, en el cañón de las plumas de las aves o en los folículos pilosos de nuestra cara. Son los ácaros: unas criaturas extrañas, anónimas e invisibles, pero omnipresentes.
Por Rob Dunn
Hace unos años hice una apuesta sobre los ácaros faciales, unos animales que viven en los folículos pilosos. Son tan pequeños que una docena de ellos podría bailar sobre la cabeza de un alfiler. Eso sí, es más probable que bailen en tu cara, actividad a la que se entregan de noche mientras se aparean, antes de regresar a los folículos al despuntar el día para darse un buen desayuno. En esas cuevas las hembras ponen unos cuantos huevos relativamente grandes en los que ya se adivina la forma del ácaro. Los huevos eclosionan y, a continuación, como ocurre con todos los ácaros, las crías experimentan una serie de mudas en las que se despojan de su exoesqueleto y emergen ligeramente más grandes en cada ocasión. Una vez alcanzan la talla adulta, no viven más allá de unas semanas.
La muerte les llega en el preciso instante en que su cuerpo, carente de ano, se llena de heces. Entonces mueren y se descomponen en tu cabeza.

En la actualidad se conocen dos especies de ácaros faciales, y al menos una de ellas parece estar presente en todos los humanos adultos. Mi apuesta fue que hasta el muestreo más modesto revelaría la existencia de más especies de este tipo de ácaros, totalmente nuevas para la ciencia.

Los biólogos solemos hacer apuestas, aunque preferimos hablar de predicciones para hacernos los interesantes. Mi apuesta se basaba en el conocimiento de las tendencias de la evolución y de los humanos. La evolución tiende a engendrar sus mayores riquezas en las formas pequeñas. Los humanos, por otro lado, tendemos a hacer caso omiso de las cosas pequeñas. Por ejemplo, en la mayoría de los lagos, estanques e incluso charcos existen ácaros acuáticos, a menudo en concentraciones de cientos o miles de individuos por metro cúbico. Incluso los hay en el agua potable. Y sin embargo casi nadie ha oído hablar de ellos (incluyéndome a mí, hasta hace poco. Y eso que me gano la vida estudiando cosas minúsculas).
Los ácaros también viven en el polvo, donde se han granjeado la desagradable fama de comerse las partículas de piel muerta que vamos dejando por el mundo.
Algunos de los verdaderos monstruos del universo de los ácaros moran en el suelo, donde podemos encontrar depredadores provistos de una verdadera panoplia medieval de armas bucales. Mandíbulas con dentadura de tiburón, cuchillas lisas que cizallan con una fuerza brutal, sables afilados de punzada letal. Estas bestias acechan en las galerías de las lombrices y en los minúsculos huecos que hay entre los granos de arena.
Otros habitan en el dosel de los bosques lluviosos, sobre las hojas y en la tierra acumulada en los recovecos que se forman donde se unen ramas y troncos, y en el cáliz de las epífitas.
Incluso algunos de nuestros alimentos son territorio de los ácaros: el sabor del queso Mimolette se debe a sus actividades de tunelación, ali­mentación, excreción y apareamiento. De hecho, no es exagerado afirmar que los ácaros modifican el mundo. Hacen que el suelo tarde más o menos en renovarse, aceleran o frenan la descomposición, deciden si un cultivo crecerá sano o enfermo. Son pequeños, pero matones.
Todavía se ignora cuántas especies de ácaros existen en el mundo. Probablemente superen el millón, pero nadie puede afirmarlo con certeza, y a buen seguro así será durante unas décadas. Las colecciones de los museos están llenas de especies de ácaros que hasta hoy nadie ha tenido ocasión de estudiar. Algunas de ellas ocultan sin duda fascinantes historias evolutivas. Las hay que se alimentan de insectos herbívoros y que podrían ser beneficiosas para la agricultura o la medicina. Y no faltan las que quizá sean vectores de patógenos letales.
Otra razón para mi apuesta: los ácaros son especialistas que ocupan todos los nichos imaginables, desde la tráquea de las abejas hasta el cañón de las plumas, pasando por el ano de las tortugas, las glándulas hediondas de los insectos, el sistema digestivo de los erizos de mar, los pulmones de las serpientes, la grasa de las palomas, los globos oculares de los murciélagos frugívoros, el pelo en torno al pene de los vampiros… Vivir en tales hábitats exige un equipo especial de pelos endurecidos, sustancias químicas, al­­mohadillas, partes bucales y astutas estrategias. Y un sistema de locomoción para desplazarse de una buena parcela de hábitat a la siguiente.
Algunos ácaros viajan de flor en flor en las fosas nasales de los colibríes; otros lo hacen co­­mo polizones en el dorso de escarabajos u hormigas, y los hay que vuelan dentro de los oídos de las polillas. Existe una especie que se engancha a las patas traseras de la hormiga legionariaEciton dulcius, ocupando el lugar de las uñas como si fuera una extensión de la pata de la hormiga. Otros flotan en las nubes o en lazos de seda que ellos mismos generan y despliegan al viento.
En resumen, en cualquier hábitat que uno pueda imaginar, por angosto que sea, hay ácaros.
Las maravillas del transporte en versión ácaro, sin embargo, no son nada en comparación con sus idiosincrasias reproductivas. Algunos se clonan a sí mismos. Otros se comen a su madre. Los hay que se aparean con sus hermanas en el interior de su propia madre, a la que matan en el momento de nacer. En las fosas nasales del colibrí y en los oídos de las polillas se despliegan tragedias griegas de vidas tan mínimas como singulares.
Los hábitats más ventajosos para los ácaros son los cuerpos, ya sean de mamíferos, aves, insectos o cualquier otra criatura que los supere en tamaño. Los cuerpos son el autobús-bufet de la vida: alimento y transporte al mismo tiempo. Los ácaros que habitan los cuerpos de otras criaturas están adaptados expresamente para aferrarse al anfitrión, incluso cuando este corre, nada o vuela.
La mayoría de las aves albergan más de un ácaro especializado que no se halla en ningún otro hábitat. Hay una especie de periquito que cobija 25 especies distintas de ácaros en su cuerpo y en su plumaje, cada una con su propio mi­crohábitat. Los conejos albergan varias especies; los ratones, hasta seis.
En vista de semejante grado de diversidad y especialización, es fácil imaginar que una sala llena de personas (¡qué cantidad de hábitats!) sería un buen terreno donde descubrir nuevos ácaros, y ganar mi apuesta. Durante un tiempo la idea no pasó de ser un simpático tema de conversación para animar alguna que otra reunión aburrida, pero hace poco varios colaboradores y yo reunimos un grupo de voluntarios y les pedimos que tomasen muestras de su propia piel. Varios bastoncillos, frotis y secuenciaciones de ADN más tarde, en todos y cada uno de los adultos muestreados descubrimos ácaros, incluida una especie hasta entonces desconocida que por lo visto tiene predilección por los individuos de origen asiático. Imagínate: un ácaro que probablemente vive en millones –quizá miles de millones– de seres humanos, pero que hasta ese preciso momento nos era totalmente desconocido. Es emocionante.
¿Cómo respondieron los expertos en sistemática, es decir, los científicos que asignan nombre a las nuevas especies? Unos cuantos se entusiasmaron; al resto le dio bastante igual. Sabían que mi apuesta sobre la diversidad de los ácaros estaba ganada desde el principio, pues se basa en un hecho biológico al que asisten cada vez que examinan un puñado de tierra, unas briznas de musgo o el frotis de un amigo. De hecho, no hay más que ver las imágenes de los ácaros de este artículo, la mayoría de los cuales corresponde a especies sin nombre. Todo apunta a que durante mucho tiempo seguirán siendo anónimos, misterios a la vista de todos, como la mayoría de las formas de vida.

1 comentario:

  1. Que Feo! Que en todo existen los ácaros, con la aspiradora podemos combatirlos , algunos?

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