viernes, 23 de octubre de 2015

Pasión por el azúcar

El consumo excesivo de azúcar es una de las principales causas de obesidad, diabetes e hipertensión. Si es tan malo, ¿por qué nos parece tan irresistible?
Por Rich Cohen, agosto de 2013
EL FONDO DEL VASO - Tenían que sacar la máquina expendedora de refrescos, la de snacks y la freidora. Las levantaron, las arrastraron por los pasillos hasta el bordillo de la acera y las dejaron junto a otros trastos para tirar detrás de la Kirkpatrick Elementary School, una de las escuelas primarias de la localidad de Clarksdale, Mississippi. Fue hace siete años, cuando las autoridades reconocieron por primera vez la magnitud del problema. Clarksdale, donde el jazz vivió la edad dorada del delta blues, es conocida por sus campos de algodón y sus hermosas mansiones victorianas, pero también por ser el epicentro de una colosal crisis sanitaria que afecta a Estados Unidos. La elevada incidencia de obesidad, diabetes, hipertensión y cardiopatías es, según algunos expertos, el legado del azúcar, un producto que envió a los antepasados de la mayoría de los residentes de Clarksdale al otro lado del océano cargados de cadenas. «Sabíamos que teníamos que hacer algo», me dijo SuzAnne Walton, la directora del colegio.
Nacida y criada en Clarksdale, Walton estaba enseñándome la escuela mientras me explicaba las medidas adoptadas por el claustro –como sustituir la freidora por un horno o los dulces por fruta– para ayudar a los alumnos (un 91% de afroamericanos, un 7% de blancos, «y tres latinos» el 2% restante), la mayoría de los cuales hace allí dos comidas al día. «Los niños comen lo que se les da, que suele ser lo más dulce y lo más barato: pasteles, cremas, golosinas… Las cosas tenían que cambiar, por su bien», me dijo.
Tomemos como ejemplo a Nicholas Scurlock, que acaba de empezar su primer año en la Oak­hurst Middle School, el instituto de secundaria. Cuando estaba en quinto curso de primaria ya pesaba 61 kilos. «La gimnasia le aterraba –me contó la directora–. Le costaba correr, le costaba respirar… El pobre lo tenía muy difícil.»
«Aunque yo no soy quién para hablar –añadió Walton, riendo y dándose una palmada en los muslos–. Yo también peso lo mío.»
Me encontré con Nick en el comedor, sentado junto a su madre, Warkeyie Jones, quien me contó que había cambiado sus hábitos alimentarios por su propio interés y para servir de ejemplo a Nick. «Antes comía dulces todo el día, porque trabajo sentada en un escritorio y ¿qué otra cosa iba a hacer? Pero ahora como tallos de apio. La gente me dice: “Seguro que lo haces porque te has echado novio”. Yo les digo que no, que lo hago porque quiero vivir y estar sana.»
Si llenas un vaso de agua, le añades azúcar hasta el borde y lo dejas reposar cinco horas, verás que al regresar los cristales se han depositado en el fondo. Clarksdale, una ciudad importante de uno de los condados con más obesidad, en uno de los estados con más población obesa, en el país industrializado con más obesos del mundo, es el fondo del vaso de Estados Unidos, donde el azúcar se deposita en el cuerpo de niños como Nick Scurlock. Es el legado del azúcar, encarnado en un niño.
MEZQUITAS DE MAZAPÁN
Al principio, en la isla de Nueva Guinea, donde hace unos 10.000 años se domesticó la caña de azúcar, la gente cogía las cañas y masticaba el tallo hasta sentir la dulzura en la lengua. El azúcar era una especie de elixir, la cura de todos los males, y ocupaba un lugar destacado en los antiguos mitos de la isla, como el que relataba que la unión entre el primer hombre y una caña de azúcar dio origen a la raza humana. En las ceremonias religiosas los sacerdotes bebían agua azucarada en cocos vaciados, una bebida que en los ritos sagrados ha sido reemplazada por latas de Coca-Cola.
El azúcar se extendió lentamente de isla en isla hasta llegar al continente asiático en torno al año 1000 a.C. Hacia el 500 de nuestra era ya se molía en la India, donde se usaba para curar el dolor de cabeza, los espasmos estomacales y la impotencia. Durante años el refino del azúcar fue una ciencia secreta, transmitida por los maestros a sus aprendices. Hacia el año 600 el arte llegó a Persia, donde los gobernantes agasajaban a sus huéspedes con dulces. Después de que los árabes conquistaran la región, estos llevaron consigo la afición por el azúcar. Fue como tirar pintura en un ventilador: el azúcar se esparció por todas partes donde se rendía culto a Alá. En el siglo X la caña se cultivaba en toda la cuenca mediterránea, en especial en Siria-Palestina, Egipto, Sicilia, Chipre, Marruecos y Al-Andalus. «Dondequiera que fueron, los árabes llevaron el azúcar y la tecnología para su producción –escribe Sidney Mintz en su libro Dulzura y poder–. El azúcar siguió al Corán en su difusión.»
Los califas musulmanes convirtieron el azúcar en un espectáculo. Pusieron de moda el mazapán, una pasta de almendras molidas y azúcar modelada con formas extravagantes que exhibían la riqueza del Estado. Un autor del siglo XV describe una mezquita hecha de mazapán por encargo del califa, que estaba abierta a la oración de los fieles y era admirada por los visitantes y devorada por los pobres. Los árabes perfeccionaron el refino del azúcar y lo convirtieron en una industria, en la que el trabajo era tremendamente duro: el calor en los campos, la laboriosa zafra, el humo en los hervideros, el apiñamiento en los molinos. Hacia 1500, cuando la demanda se disparó, solo los últimos en la escala social accedían a ese trabajo. Muchos eran prisioneros de guerra, europeos del este capturados en los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes.
Quizá los primeros europeos en aficionarse al azúcar fueron los cruzados británicos y franceses que viajaron a Oriente para arrebatar Tierra Santa a los infieles. Volvieron llenos de sensaciones y cargados de historias relacionadas con el azúcar. Como la caña no alcanza su productividad máxima en los climas templados (necesita calor y lluvias tropicales para prosperar), el primer mercado europeo dependía del pequeño comercio musulmán, por lo que solo la nobleza consumía el azúcar que llegaba a Occidente, don­de era tan raro que se consideraba una especia. Sin embargo, la expansión del Imperio otomano en el siglo XV dificultó el comercio con Oriente. Para la aristocracia occidental que había caído rendida al hechizo del azúcar quedaban pocas opciones: comerciar con los pequeños productores del sur de Europa, derrotar a los turcos o encontrar nuevos suministros.
Los libros de texto hablan de la era de los descubrimientos para referirse a la época de búsqueda de territorios que impulsó a los europeos a dar la vuelta al mundo. En buena medida se trataba de buscar suelos adecuados para cultivar caña de azúcar. En 1425 el príncipe portugués conocido como Enrique el Navegante envió la planta a Madeira con uno de los primeros grupos de colonos. La caña de azúcar no tardó en crecer también en otras islas del Atlántico recién descubiertas: las Canarias y las de Cabo Verde. Cuando en 1493 Colón emprendió su segundo viaje al Nuevo Mundo, también zarpó con la planta en sus bodegas. Así empezó el gran apogeo del azúcar, una época de islas caribeñas y plantaciones con mano de obra esclava, que con el tiempo conduciría a las grandes refinerías en las afueras de ciudades de cristal y hormigón, al consumo masivo y a los niños y padres obesos.
ESCLAVOS DEL AZÚCAR
Colón plantó los primeros cañaverales del Nuevo Mundo en la isla de La Española, y quizá no fue por casualidad que siglos después estallara allí la primera gran re­­vuelta de esclavos. En pocos decenios los ingenios de azúcar jalonaban los promontorios de Cuba y Jamaica, donde se taló el bosque lluvioso y la población nativa fue eliminada por la enfermedad o por la guerra, o fue esclavizada. Los portugueses desarrollaron el modelo productivo más eficaz, lo que determinó el temprano auge de su colonia, Brasil, donde más de 100.000 esclavos producían toneladas de azúcar.
A medida que se plantaban más cañaverales, el precio del azúcar caía y, en consecuencia, au­­mentaba la demanda. Los economistas lo llaman «círculo virtuoso». A mediados del siglo XVII el azúcar dejó de ser una especia de lujo para convertirse poco a poco en un alimento básico, primero de la clase media y después de los pobres.
En el siglo XVIII el matrimonio entre el azúcar y la esclavitud ya era indisoluble. Cada pocos años se colonizaba una nueva isla (Puerto Rico, Trinidad…), se talaban sus bosques y se plantaban cañaverales. Cuando los nativos morían, los amos de las plantaciones los sustituían por esclavos africanos. Tras la zafra y el refino, el azúcar se cargaba en las bodegas de los barcos y viajaba a Londres, Amsterdam, París, donde se cambiaba por productos manufacturados, que a su vez se enviaban a la costa occidental de África para comprar con ellos más esclavos y volver a las islas. La travesía del Atlántico, donde murieron millones de africanos, era el lado sangriento de este «comercio triangular». Hasta que Gran Bretaña prohibió el tráfico de esclavos en 1807, más de 11 millones de africanos fueron enviados al Nuevo Mundo, más de la mitad a las plantaciones de azúcar. Según el historiador trinitense Eric Williams, «la esclavitud no fue fruto del racismo, sino al revés: el racismo fue consecuencia de la esclavitud». En otras palabras, los africanos no fueron esclavizados porque se les considerara inferiores, sino que se les consideró inferiores para justificar la esclavitud, necesaria para que prosperase la incipiente industria del azúcar.
La primera isla británica del azúcar fue Barbados. Cuando arribó a sus costas el primer barco británico, el 14 de mayo de 1625, la isla estaba deshabitada, pero pronto se llenó de ingenios azucareros, fincas y chozas miserables. Al principio se producía tabaco y algodón, pero pronto la caña de azúcar desplazó a los otros cultivos, como sucedió en todas las islas del Caribe donde la plantaban. En un siglo la tierra y los acuíferos estaban agotados. Para entonces los productores más ambiciosos se marcharon de allí en busca de otra isla que explotar. En 1720 la corona del azúcar había pasado a Jamaica.
Para un africano la vida en aquellas islas era el infierno. En todo el Caribe murieron millones de ellos en los campos, en los ingenios o tratando de huir. Poco a poco Europa empezó a conocer la tragedia que se ocultaba tras ese comercio. Los reformistas propugnaron la abolición de la esclavitud, a la vez que las amas de casa boicoteaban el azúcar de caña producido con mano de obra esclava. En Cándido, de Voltaire, un esclavo que ha perdido una mano y una pierna explica su mutilación: «Cuando trabajamos en el ingenio y nos pillamos un dedo en la piedra del molino, nos cortan la mano; si intentamos huir, nos cortan una pierna; ambas cosas me han pasado. Es el precio del azúcar que coméis en Europa».
Pero el comercio siguió boyante. El azúcar era el petróleo de la época. En 1700 el inglés medio consumía 1,8 kilos al año. En 1800 la cifra había pasado a 8,2 kilos. En 1870 el consumo era ya de 21 kilos. Todavía no satisfecho, en 1900 había aumentado a 45 kilos. En ese período de 30 años la producción mundial de azúcar de caña y de remolacha pasó de 2,5 millones de toneladas anuales a 12 millones. Hoy el estadounidense medio consume 35 kilos de azúcar añadido al año, es decir, más de 22 cucharaditas al día.
Si en la actualidad uno va a Barbados, puede ver el legado del azúcar: ingenios en ruinas, man­siones decadentes, hoteles donde los turistas se atiborran de mermelada y ron, y unas pocas fábricas donde la caña aún es enviada a las prensas y donde el azúcar crudo, dulce y pegajoso, baja por las rampas. De visita en una refinería, rodeado de hombres con cascos de seguridad, leí un cartel escrito a mano. Era una oración para que Dios les enviara sabiduría, los protegiera y les diera fuerza para recoger y procesar la cosecha.
EL CULPABLE
Cada vez que estudio una enfermedad e intento rastrear la causa, parece que al final siempre me encuentro con el azúcar», me dijo Richard Johnson, nefrólogo de la Universidad de Colorado en Denver, cuando lo entrevisté en su despacho. «¿Por qué una tercera parte de los adultos [de todo el mundo] tienen hipertensión, cuando en 1900 solo eran el 5 %? –preguntó–. ¿Por qué en 1980 había 153 millones de diabéticos y ahora hay 347 millones? ¿Por qué hay cada vez más obesos en Estados Unidos? Creemos que el azúcar es una de las causas, si no el principal culpable.»
Ya en 1675, cuando Europa occidental estaba viviendo la primera fiebre del azúcar, el médico Thomas Willis, uno de los fundadores de la Royal Society británica, observó que la orina de los diabéticos tenía un sabor «maravillosamente dulce, como si le hubiesen añadido miel o azúcar». Haven Emerson, de la Universi­dad de Columbia, señaló 250 años después que el notable incremento de la mortalidad por diabetes entre 1900 y 1920 coincidía con un aumento en el consumo de azúcar. En la década de 1960 el nutricionista británico John Yudkin hizo una serie de experi­mentos en animales y humanos que demostraron que una cantidad elevada de azúcar en la dieta conllevaba mayores niveles de grasa e insulina en sangre, factores de riesgo para las cardiopatías y la diabetes. Pero el mensaje de Yudkin quedó sofocado por el coro de científicos que culpaba del aumento de la obesidad y las enfermedades cardiovasculares al colesterol, causado por el exceso de grasas saturadas en la dieta.
Resultado de ello es que hoy en Estados Unidos se consuman menos grasas que hace 20 años. Sin embargo, la proporción de norteamericanos obesos no ha hecho más que aumentar. Según Johnson y otros expertos la principal razón de tal aumento es el azúcar, en particular la fructosa. La sacarosa, o azúcar común, está compuesta por cantidades iguales de glucosa y fructosa, siendo esta última el tipo de azúcar que se encuentra de forma natural en la fruta y el que confiere al azúcar de mesa su dulzura. (El jarabe de maíz con alto contenido en fructosa, o HFCS, que se usa para endulzar los refrescos, también es una mezcla de fructosa y glucosa, pero en proporciones del 55 y el 45 % respectivamente. Las repercusiones para la salud de la sacarosa y el HFCS son al parecer similares.) La glucosa se metaboliza en células de todo el organismo, mientras que la fructosa se procesa básicamente en el hígado. Cuando consumimos fructosa en presentaciones fáciles de digerir, como refrescos o caramelos, el hígado la utiliza para producir unas grasas llamadas triglicéridos.
Algunos de esos triglicéridos se quedan en el hígado y a la larga pueden volverlo graso y alterar su funcionamiento. Pero gran parte de esas grasas pasan al torrente sanguíneo. Con el tiempo, la presión sanguínea aumenta y los tejidos se hacen cada vez más resistentes a la insulina. El páncreas reacciona aumentando la producción de insulina, en un intento de mantenerlo todo bajo control. Finalmente se produce un trastorno llamado síndrome metabólico, que se caracteriza por obesidad (sobre todo alrededor de la cintura), hipertensión y otros cambios me­­tabólicos que, si no se controlan, pueden producir diabetes de tipo 2, con el añadido de un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular.
La Asociación Americana del Corazón se ha sumado a las advertencias contra el consumo excesivo de azúcar. Pero su argumento es que el azúcar aporta calorías sin ningún beneficio nu­­tricional, lo cual, según Johnson y sus colegas, no es el verdadero problema. En opinión de estos investigadores, el exceso de azúcar no es solo un aporte de calorías vacías, sino que es tóxico.
«No tiene nada que ver con las calorías –afirma el endocrinólogo Robert Lustig, de la Univer­sidad de California en San Francisco–. El azúcar consumido en dosis altas es veneno en sí mismo.»
Johnson resume así una realidad aceptada por todos: los estadounidenses están gordos porque comen mucho y se mueven poco. Pero comen mucho y se mueven poco porque son adictos al azúcar, que además de engordarlos los deja, tras el subidón inicial del azúcar, sin energía y los convierte en carne de sofá. «La razón de que vean mucha tele no es que la programación sea buena –dijo–, sino que les falta energía para moverse, porque comen demasiado azúcar.»
¿La solución? Comer menos azúcar. Cuando una persona reduce la ingesta de azúcar, muchos de sus efectos negativos desaparecen. El problema es que en el mundo actual es muy difícil evitar el azúcar, y ese es uno de los motivos de que su consumo sea masivo. Los fabricantes recurren a él para dar más sabor a los productos elaborados con pocas grasas, como la bollería baja en grasas, que al consumidor le parece más saludable pero que a menudo contiene grandes cantidades de azúcar añadido.
Irónicamente, no nos morimos por comer lo que nos gusta, sino por comer lo que no nos gusta en absoluto pero que supuestamente no nos hará enfermar hasta matarnos.
EN EL PRINCIPIO FUE LA FRUTA
Si el azúcar es tan malo para nuestra salud, ¿por qué nos gusta tanto? La respuesta breve es que una inyección de azúcar en el torrente sanguíneo estimula en el cerebro los mismos centros del placer que responden a la heroína y la cocaína. Todos los alimentos sabrosos lo hacen (¡por eso nos gustan!), pero el azúcar tiene un efecto muy pronunciado. En este sentido, es una droga adictiva.
Esto nos lleva a preguntarnos por qué evolucionó nuestro cerebro para reaccionar de forma placentera a un compuesto potencialmente tóxico. La respuesta, según Johnson, radica en nuestro pasado simiesco, cuando el ansia de consumir fructosa habría sido precisamente la clave para la supervivencia de nuestros ancestros.
Hace unos 22 millones de años –tanto tiempo que casi podríamos considerar el principio– los monos que vivían en el dosel del bosque lluvioso africano se alimentaban todo el año de la fruta que encontraban en los árboles, dulce por su contenido en azúcar natural, en un verano interminable. Unos cinco millones de años más tarde, un viento frío recorrió aquel paraíso. Los mares retrocedieron y los casquetes polares se expandieron. En el mar surgió un brazo de tierra, un puente que unos pocos monos valerosos atravesaron para salir de África. Aquellos nómadas aventureros se establecieron en los bosques lluviosos que tapizaban Eurasia. Pero el enfriamien­to continuó avanzando y las selvas tropicales cargadas de frutos se convirtieron en bosques caducifolios. Llegó una época de hambruna. «En algún momento se produjo una mutación en uno de aquellos simios», me explicó Johnson. El portador de esa mutación procesaba la fructosa con excepcional eficacia. Incluso era capaz de almacenar pequeñas cantidades en forma de grasa, lo que constituía una ventaja enorme para sobrevivir durante los meses de invierno en que la comida era escasa.
Un día aquel mono, con su gen mutante y su apetito por el raro y valioso azúcar de la fruta, regresó a su África natal y se convirtió en el antepasado de los simios actuales, incluido el simio pensante que ha expandido por todo el mundo su pasión por el azúcar. «Aquella mutación fue tan fundamental para la supervivencia que solo sobrevivieron los animales que la tenían –dijo Johnson–. Por eso hoy la presentan todos los simios, incluidos los humanos. Gracias a ella nuestros antepasados resistieron los años de mayor escasez. Pero la llegada masiva de azúcar a Occidente fue el comienzo de un gran problema. Nuestro mundo está inundado de fructosa, pero nuestro organismo está adaptado para ingerir cantidades mínimas de esa sustancia.»
Es una gran ironía: la sustancia que nos salvó podría ser la que acabe con nosotros.
COCINERO DE COMIDA SANA
Aunque solo tiene 11 años, Nick Scurlock representa al estadounidense medio en la era del azúcar. Pesa 61 kilos, está en quinto de primaria y adora el dulce ve­­neno que pone en peligro su vida. «¿Por qué son tan malas las cosas que están buenas?», me preguntó cuando hablé con él en el comedor.
Pero esta no es una historia de tentación, sino de superación. En su mejor versión, la escuela puede ayudar a los niños a tomar mejores decisiones. Hace unos años en el comedor de Kirkpatrick se servían pizzas y bollería industrial. Ahora todas las escuelas del distrito han mejorado los menús. Esta en particular tiene un huerto para consumo de la comunidad y una pista para que alumnos y vecinos hagan ejercicio.
En cierto sentido, la lucha en Clarksdale es un frente más en la larga batalla entre los barones del azúcar y los cortadores de caña. «Es una tragedia que afecta mucho más a los pobres que a los ricos –me dijo Johnson–. Si tienes dinero y quieres divertirte, te vas de vacaciones a Hawai. Si eres pobre y quieres celebrar algo, vas al súper de la esquina y compras una tarta helada.»
Cuando le pregunté a Nick qué quería ser de mayor, dijo: «Cocinero». Luego se lo pensó un se­­gundo y añadió: «Cocinero de comida sana».

2 comentarios:

  1. Si hace daño pero es más sabroso endulzar algunos alimentos

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  2. Nuestro cuerpo es necesario algunos azucares para el funcionamiento y reproducción celular, claro que si hay más azucar de lo normal en nuestro cuerpo causa daños severos en el mismo

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