viernes, 23 de octubre de 2015

El mar avanza

A medida que el planeta se calienta, el nivel del mar aumenta y las costas se inundan. ¿Qué debemos proteger? ¿Qué abandonar? ¿Cómo haremos frente a este desafío?
Por Tim Folger
Cuando el huracán Sandy viró hacia la costa nordeste de Estados Unidos el 29 de octubre del año pasado, ya había devastado varios países del Caribe y causado decenas de muertes. Ante la mayor tormenta jamás formada sobre el Atlántico, Nueva York y otras ciudades ordenaron la evacuación de las zonas más llanas. No todos obedecieron. Los que decidieron quedarse y resistir el embate del Sandy presenciaron un anticipo del futuro, en el que un mundo más cálido determinará un inexorable ascenso del nivel del mar.
Brandon d’Leo, escultor y surfista de 43 años, vive en la península Rockaway, una estrecha fran­ja arenosa de 18 kilómetros de longitud, densamente poblada, situada en el extremo occidental de Long Island. D’Leo había permanecido en su casa un año antes durante el huracán Irene. «Cuando me dijeron que la marea de tempestad del Sandy iba a ser peor, no tuve miedo», recuerda. Pero la tranquilidad no le duraría mucho.
D’Leo tiene alquilado un apartamento en el primer piso de un edificio de tres plantas, justo frente a la playa de la costa meridional de la península. Hacia las 15.30 horas de aquel 29 de octubre salió a la calle. Las olas batían los nueve kilómetros del paseo marítimo. «El agua ya traspasaba el entarimado el paseo –dice–. Sentí un escalofrío al pensar que aún faltaban cuatro horas y media para la marea alta. En diez minutos, el agua avanzó quizá tres metros más.»
De vuelta en su piso, siguió contemplando el mar en compañía de su vecina, Davina Grincevicius, mientras la lluvia impulsada por el viento azotaba la puerta corredera de su sala de estar. El casero había cortado la electricidad, temiendo que la finca se inundara. Mientras anochecía, Grincevicius vio algo alarmante. «Me parece que el entarimado del paseo se ha movido», le dijo. Al cabo de unos minutos, otra ola volvió a levantar las tablas, y estas empezaron a partirse.
Tres grandes tramos del paseo se estrellaron contra los dos pinos de delante de la casa de D’Leo. La calle se había convertido en un río de un metro de profundidad, mientras las olas se abatían sobre la península. Los coches empezaron a flotar y sus alarmas se añadieron a la cacofonía del viento, el rugido de las olas y los crujidos de la madera. Hacia el oeste el cielo se encendió con lo que parecían fuegos artificiales; en realidad eran transformadores eléctricos que estallaban en Breezy Point, un barrio cercano a la punta de la península. Esa noche, más de un centenar de viviendas fueron arrasadas por las llamas.
Los árboles del jardín delantero salvaron la casa de D’Leo y tal vez las vidas de sus habitantes: el propio D’Leo, su vecina Grincevicius y dos señoras mayores que vivían en la planta baja. «Era imposible salir», dice D’Leo.
Después de una noche espantosa, poco antes del alba, D’Leo logró hacerlo. La marea se había retirado, pero en algunas calles quedaban charcos donde el agua llegaba más arriba de las rodillas. «Todo estaba cubierto de arena –cuenta–. Parecía otro planeta.»
Un planeta profundamente alterado es lo que está creando nuestra civilización alimentada con combustibles fósiles, un planeta donde las inundaciones como la del Sandy serán cada vez más habituales y destructivas para las ciudades costeras de todo el mundo. Al liberar en la atmósfera dióxido de carbono y otros gases que atrapan el calor, hemos calentado la Tierra más de medio grado centígrado en el último siglo y elevado el nivel del mar unos 20 centímetros. Aunque mañana mismo dejáramos de quemar combustibles fósiles, los gases de efecto invernadero presentes en la atmósfera seguirían ca­­lentando nuestro planeta durante siglos. Hemos condenado de forma irreversible a las generaciones futuras a vivir en un mundo más cálido y con mares en constante avance.
En mayo, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera alcanzó las 400 partes por millón. Es la cifra más alta desde hace tres millones de años, cuando el nivel del mar se situaba unos 20 metros por encima del actual y el hemisferio Norte estaba casi por completo libre de hielo durante todo el año. Harían falta siglos para que los océanos volvieran a alcanzar niveles tan catastróficos, y mucho depende de que seamos capaces de limitar las emisiones futuras de gases de efecto invernadero. Los científicos no saben con qué rapidez aumentará el nivel del mar a corto plazo ni qué altura alcanzará. Ya se ha constatado en repetidas ocasiones que las pre­dicciones han sido demasiado conservadoras.
El calentamiento del planeta afecta de dos maneras el nivel del mar. Alrededor de un tercio de su actual subida se debe a la expansión térmica: el hecho de que el agua aumenta de volumen cuando se calienta. El resto procede de la fusión de los hielos continentales. Hasta ahora se han fundido sobre todo los glaciares de las montañas, pero la gran preocupación para el futuro son los gigantescos mantos de hielo de Groenlandia y la Antártida. Hace seis años el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) hizo público un informe que predecía un máximo de 58 centímetros de aumento del nivel del mar para finales de este siglo. Pero ese informe omitió deliberadamente la posibilidad de que el flujo de los mantos de hielo hacia el mar sea más rápido, porque no se conocen bien las cuestiones físicas del proceso.
Mientras el IPCC trabaja para presentar un nuevo informe este otoño, con unas predicciones del nivel del mar que probablemente serán un poco más altas, aún subsisten lagunas en la ciencia que estudia los mantos de hielo. Aun así, los expertos calculan que Groenlandia y la Antártida han perdido entre las dos, anualmente, una media de 208 kilómetros cúbicos de hielo desde 1992, lo que representa unos 200.000 millones de toneladas de hielo al año. Muchos creen que el nivel del mar estará por lo menos un metro por encima del actual en 2100, pero incluso es posible que esa cifra sea demasiado baja.
«En los últimos años hemos observado una aceleración en la fusión de los mantos de hielo de Groenlandia y la Antártida Occidental –dice Radley Horton, investigador del Instituto de la Tierra de la Universidad Columbia, en Nueva York–. De continuar esa aceleración, podríamos llegar al final del siglo xxi con un aumento del nivel del mar de hasta 1,80 metros en todo el mundo, en lugar de 60 centímetros o un metro.» El año pasado un grupo de expertos consultado por la Administración Oceánica y Atmosférica Nacional de Estados Unidos (NOAA) señaló un aumento de dos metros como el más pesimista de sus cuatro escenarios posibles para 2100. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos ha recomendado a sus planificadores que prevean un aumento máximo de 1,50 metros.
Uno de los grandes enigmas en todas estas proyecciones sobre el ascenso del nivel del mar es el colosal glaciar Thwaites, en la Antártida Occidental. Hace cuatro años la NASA financió una serie de vuelos sobre la región que cartogra­fiaron la topografía del lecho marino mediante un radar capaz de penetrar en el hielo. Los vuelos revelaron que una cordillera submarina de 610 metros de altura mantiene el glaciar en su sitio y frena su avance hacia el mar. Un aumento del nivel del mar podría provocar una mayor infiltración de agua entre la roca y el hielo, lo que con el tiempo acabaría por desanclar el glaciar. Pero nadie sabe cuándo sucedería eso, ni tampoco si sucederá.
«Es un lugar bastante inquietante –afirma Richard Alley, glaciólogo de la Universidad del Estado de Pennsylvania y coautor del último informe del IPCC–. Allí entran en juego aspectos físicos de la fractura del hielo que no conocemos muy bien.» Si el glaciar Thwaites se desprende de la base rocosa a la que está anclado, el hielo liberado sería suficiente para aumentar tres me­­tros el nivel del mar. «Lo más probable es que no añada tres metros a los océanos en el próximo siglo –dice Alley–, pero no podemos asegurarlo con absoluta certeza. Hay por lo menos una pequeña posibilidad de que pase algo terrible.»
Aun cuando eso no ocurra, las ciudades costeras tienen ante sí una doble amenaza: el avance inexorable de los océanos inundará gradualmente las áreas más bajas, y el mayor nivel del mar hará más devastadoras las mareas de tempestad. Y esta doble amenaza no hará más que empeorar. A finales de siglo una marea de tempestad como la del Sandy, de las que solo hay una cada 100 años, podría producirse una vez cada diez años o incluso menos. Basándose en una predicción conservadora de medio metro de subida del nivel del mar, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) estima que para 2070 el riesgo de inundaciones costeras pondrá en peligro a 150 millones de personas en las grandes ciudades portuarias del mundo y amenazará propiedades por valor de unos 27 billones de euros, lo que representa un 9 % del PIB mundial. ¿Cómo se las arreglarán?
«Durante la última glaciación había dos o tres kilómetros de hielo por encima de donde estamos ahora –dice Malcolm Bowman mientras entramos en el sendero de su casa en Stony Brook, localidad del estado de Nueva York situada sobre la costa norte de Long Island–. Cuando el hielo se retiró, dejó una barra de arena, que es Long Island. Todas esas rocas redondeadas que ve por ahí –dice, señalándome unos peñascos dispersos entre los árboles cerca de su casa– son bloques erráticos que dejaron los glaciares.»
Bowman es oceanógrafo físico de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook, y lleva muchos años intentando convencer a todo el que quiera escucharle de que el puerto de Nueva York necesita una barrera contra las mareas de tempestad. En comparación con otros grandes puertos del mundo, la ciudad de Nueva York está prácticamente indefensa ante huracanes e inundaciones. Londres, Rotterdam, San Petersburgo, Nueva Orleans y Shanghai han construido diques y levantado barreras protectoras en los últimos decenios. Nueva York pagó un alto precio por su vulnerabilidad el pasado mes de octubre. Sandy se cobró 43 víctimas mortales en la ciudad, 35 de las cuales perecieron ahogadas. El coste económico para la ciudad fue de unos 19.000 millones de dólares (unos 14.500 millones de euros). Y todo eso, según Bowman, podía haberse evitado.
«Si en las zonas costeras más llanas se hubiera construido un sistema bien diseñado de barreras contra las mareas de tempestad, reforzado con dunas de arena en los extremos, elSandy no habría causado daños», asegura.
Bowman imagina dos barreras: una en Throgs Neck, para que las mareas de tempestad no entren por el estrecho de Long Island en el East River, y otra delante del puerto, al sur de la ciudad. Las compuertas permitirían el paso de los barcos y las mareas, y solo se cerrarían en caso de tormenta, como ocurre con estructuras similares en los Países Bajos y en otros lugares del mundo. Según sus cálculos, solo la barrera del sur, que mediría ocho kilómetros, desdeSandy Hook, en Nueva Jersey, hasta la península Rockaway, podría costar entre 10.000 y 15.000 millones de dólares (entre 7.500 y 11.500 millones de euros). El oceanógrafo piensa que sobre la barrera se podría instalar una autopista de peaje de seis carriles, que serviría de atajo para rodear la ciudad, y una línea de tren ligero que conectaría entre sí los aeropuertos de Newark y John F. Kennedy.
«Sería una inversión para la región –afirma Bowman–. Algún día la ciudad tendrá que hacer frente a este problema, porque irá a peor. Puede que se necesiten unos cinco años de estudios y otros diez para reunir la voluntad política necesaria, y para entonces es posible que se haya pro­ducido otra catástrofe. Tenemos que empezar los planes cuanto antes; de lo contrario, estamos hipotecando el futuro y dejando que la próxima generación se las arregle como pueda.»
Otra manera de proteger Nueva York sería recuperar parte de su pasado. En el loft de un decimosexto piso de Manhattan donde ha instalado su estudio de paisajismo, Kate Orff me muestra un plano del puerto de Nueva York tal como era en el siglo XIX. El puerto actual resplandece al otro lado de su ventana, sereno y en apariencia seguro en una mañana inusualmente benigna para la estación, tres meses después de la llegada del Sandy.
«Aquí está el archipiélago que protegía Red Hook –me dice, señalando en el plano un pequeño grupo de islas situadas junto a la costa de Brooklyn–. También había una cadena de bancos de arena que conectaba Sandy Hook con Coney Island.»
Las islas y los bancos desaparecieron hace mucho tiempo a raíz del dragado del puerto y los proyectos de recuperación de tierras que aña­dieron suelo nuevo a una ciudad en plena expansión. Orff es partidaria de reproducir algunas de esas estructuras, en particular los bancos de arena entre Sandy Hook y Coney Island, y de añadir compuertas de descarga que se cierren durante las tormentas, lo que constituiría una barrera construida con criterios ecológicos que se extendería a través de la misma zona que prevé el proyecto de protección más convencional de Bowman. Detrás, distribuidos por todo el puerto, habría decenas de arrecifes artificiales construidos con piedra, cuerdas y madera, habitados por ostras y otros moluscos introducidos. Los arrecifes seguirían creciendo a medida que au­­mentara el nivel del mar, lo que amortiguaría la fuerza de las olas durante las tormentas, y los moluscos, al ser filtradores, contribuirían a mantener limpio el puerto. «En el pasado el 25 % del puerto de Nueva York estaba ocupado por bateas de ostras», explica Orff.
La paisajista considera que su proyecto de «ostroarquitectura» podría hacerse realidad a un coste relativamente bajo. «Sería poco dinero en comparación con una barrera convencional. Y no sería un dinero derrochado: aunque nunca se produjera otro Sandy, tendríamos un puerto más limpio y regenerado, un contexto ecológico más vibrante y una ciudad más saludable.»
En junio, el alcalde Michael Bloomberg presentó un plan de 19.500 millones de dólares (unos 15.000 millones de euros) para proteger Nueva York contra el avance del mar. «Sandy fue un desgracia pasajera que en definitiva puede impulsarnos a avanzar», declaró. Su propuesta prevé la construcción de malecones, barreras locales contra las mareas de tempestad, dunas de arena, arrecifes sembrados de ostras y otras 200 medidas más. Su plan llega mucho más lejos que cualquier otro para una ciudad estadounidense. Pero el alcalde ha desechado la idea de una barrera para todo el puerto. «Una barrera gigante que atraviese todo el puerto no sería práctica ni asequible», afirmó Bloomberg. El plan señala que como la barrera estaría abierta casi todo el tiempo, no protegería la ciudad del aumento lento e insidioso del nivel del mar.
Mientras tanto, en las zonas de la ciudad susceptibles de quedar inundadas continúan los proyectos inmobiliarios. Klaus Jacob, geofísico de la Universidad Columbia, dice que toda la región metropolitana de Nueva York necesita urgentemente un plan rector para asegurarse por lo menos de que las futuras construcciones no agraven los riesgos del avance del mar.
«El problema es que seguimos construyendo la ciudad del pasado –dice Jacob–. La gente de 1880 no podía construir una ciudad para el 2000, y nosotros no podemos construir una para 2100. Pero tampoco debemos construir una ciudad que sabemos que no funcionará en 2100. Tenemos un abanico de oportunidades de renovar las infraestructuras y debemos aprovecharlas.»
¿Aprovechará Nueva York esas oportunidades después de que Bloomberg deje el cargo a finales de este año? ¿Puede una sola tormenta cambiar las políticas no solo de una ciudad sino de todo un país? Ya ha sucedido antes. Los Países Bajos sufrieron una tormenta catastrófica hace 60 años, y el resultado fue una profunda transformación.
Aquella tormenta llegó rugiendo del mar del Norte la noche del 31 de enero de 1953. Ria Geluk tenía entonces seis años y vivía en el mismo lugar que hoy, en la isla de Schouwen Duiveland, en la provincia meridional de Zelanda. Recuerda que un vecino llamó a la puerta de la casa de sus padres en medio de la noche para avisarles de que el dique había cedido. Más tarde toda la familia, junto con algunos vecinos que habían pasado la noche con ellos, subieron al tejado de la casa, donde intentaron protegerse del viento y de la lluvia envueltos en mantas y abrigos. Los abuelos de Geluk vivían justo al otro lado de la carretera, pero el agua entró en el pueblo con tanta fuerza que quedaron atrapados en su vi­­vienda. Murieron cuando la casa se derrumbó.
«Nuestra casa resistió –recuerda Geluk–. La tarde siguiente volvió a subir la marea. Mi padre veía lo que estaba pasando, veía que las casas desaparecían. Y ya se sabía lo que sucedía cuando las casas desaparecían: la gente moría. Por la tarde un barco de pesca vino a rescatarnos.»
En 1997 Geluk colaboró en la fundación del Watersnoodmuseum (Museo de la Inundación) en Schouwen Duiveland. El museo está alojado en cuatro cajones de hormigón de los que usaron los ingenieros en 1953 para cerrar las brechas de los diques. La catástrofe se cobró 1.836 vidas, casi la mitad en Zelanda, entre ellas un bebé nacido la misma noche de la tormenta.
Los neerlandeses iniciaron después un ambicioso programa de construcción de diques y barreras denominado Plan Delta, que duró más de 40 años y costó más de 4.500 millones de euros. Uno de los elementos clave del proyecto fue la Oosterscheldekering («Barrera del Escalda Oriental»), de ocho kilómetros de largo, terminada hace 27 años para proteger Zelanda del mar. Desde la ribera del estuario del Escalda, cerca del museo, Geluk me señala las enormes torres de la barrera apenas visibles en el horizonte. El elemento final del Plan Delta, una barrera móvil que protege el puerto de Rotterdam y su millón y medio de habitantes, se inauguró en 1997.
Como otras barreras de vital importancia en los Países Bajos, está construida para soportar una tormenta con un período de retorno de 10.000 años (el tiempo que supuestamente podría tardar en repetirse). Son las normas más estrictas del mundo (en Estados Unidos son para un período de retorno de 1.000 años), pero el Gobierno neerlandés está considerando reforzar aún más las medidas de protección ante las previsiones del aumento del nivel del mar.
Esas medidas son una cuestión de seguridad nacional para un país donde el 26 % del territorio está por debajo del nivel del mar. Con más de 16.000 kilómetros de diques, los Países Bajos están fortificados hasta el punto de que casi nadie piensa en la amenaza del mar, en gran parte porque casi toda la protección está tan bien integrada en el paisaje que es casi invisible.
Una fría tarde de febrero paseo durante un par de horas por Rotterdam con Arnoud Molenaar, director del programa de protección de la ciudad contra el cambio climático, cuyo propósito es salvaguardar Rotterdam de los efectos del aumento del nivel del mar previsto para 2025. A los 20 minutos de iniciar el paseo subimos una empinada calle y pasamos frente a un museo diseñado por el arquitecto Rem Koolhaas. La presencia de una cuesta en esta ciudad tan llana debería llamar mi atención, pero mi sorpresa aparece cuando Molenaar me indica que estamos subiendo por el costado de un dique. «La mayoría de la gente que pasa por aquí tampoco se da cuenta de que esto es un dique», añade, señalando a otros transeúntes. El dique, llamado Westzeedijk, protege el centro de la ciudad de las crecidas del río Mosa, que está unas manzanas más al sur. Pero el animado bulevar que discurre sobre la estructura no se diferencia en nada de cualquier otra avenida neerlandesa, con huestes de ciclistas circulando por sus carriles.
Mientras caminamos, Molenaar me muestra una variedad de sutiles estructuras diseñadas para controlar las inundaciones: un aparcamiento subterráneo capaz de contener 10.000 metros cúbicos de agua de lluvia; una calle flanqueada por dos niveles de aceras, el inferior de los cuales está diseñado como depósito de agua para que el superior se mantenga seco. Después llegamos al Pabellón Flotante de Rotterdam, un conjunto de tres bóvedas transparentes situadas sobre una plataforma en el puerto, junto al Mosa. De unas tres plantas de altura, están hechas con un plástico cien veces más ligero que el vidrio.
Desde el interior disfrutamos de unas vistas magníficas del perfil de Rotterdam, mientras graniza sobre las cúpulas bajo unos nubarrones procedentes del mar del Norte. Aunque la instalación acoge exposiciones y congresos, su principal objetivo es demostrar el gran potencial de la arquitectura urbana flotante. Las autoridades municipales tienen planeadas para 2040 unas 1.200 viviendas flotantes en el puerto. «Creemos que estas estructuras serán importantes para Rotterdam y también para otras muchas ciudades del mundo», dice Bart Roeffen, el arquitecto que proyectó el pabellón. Las viviendas no serán necesariamente abovedadas; Roeffen escogió esa forma por su solidez estructural y su aire futurista. «Construir sobre el agua no es ninguna novedad, pero desarrollar comunidades flotantes a gran escala en un puerto sometido a las mareas sí que es nuevo –afirma Molenaar–. Queremos vivir sobre el agua, en lugar de luchar contra ella.»
Durante mi visita a los Países Bajos oí muchas veces el mismo comentario jocoso: «Puede que Dios creara el mundo, pero los holandeses crearon Holanda». El país lleva ganando tierras al mar desde hace casi un milenio. La mayor parte de Zelanda surgió de esa manera. El aumento del nivel del mar no asusta todavía a los holandeses.
«¡No podemos retroceder! ¿Adónde íbamos a ir? ¿A Alemania?» Jan Mulder tiene que gritar para hacerse oír por encima del viento, mientras recorremos una playa llamada Kijkduin. Mulder es un experto en morfología litoral que trabaja en Deltares, una empresa privada de gestión costera. Él y Douwe Sikkema, director de proyec­to contratado por las autoridades de la provincia de Holanda Meridional, me han llevado a ver el último adelanto en gestión costera adaptativa. Se llama zandmotor, «el motor de arena».
Me explican que el lecho marino que hay frente a la costa es una gruesa capa de arena de cientos de metros de grosor depositada por los ríos y glaciares en retirada. En el pasado, las olas y las corrientes del mar del Norte distribuían esa arena a lo largo de la costa. Pero a medida que ha ido subiendo el nivel del mar desde la última glaciación, las olas ya no tienen la profundidad suficiente para remover esa capa arenosa, y las corrientes tienen menos arena que dispersar. Como resultado, aquí el mar erosiona la costa en lugar de añadir arena.
La solución más inmediata sería extraer arena del mar y echarla directamente en las playas erosionadas, y repetir el proceso año tras año, a medida que el mar se va llevando la arena. Pero Mulder y sus colegas recomendaron al gobierno provincial una estrategia diferente: una única y gigantesca operación de dragado que creó la pe­­nínsula arenosa por donde ahora caminamos, un tramo de playa en forma de gancho del tamaño de 185 campos de fútbol. Si su plan funciona, durante los próximos 20 años el viento, las olas y las mareas dispersarán la arena sobre 25 kilómetros de costa en ambas direcciones. La combinación de viento, olas y marea es el zandmotor.
El proyecto comenzó hace solo dos años y todo indica que está funcionando. Mulder me enseña unas pequeñas dunas que han empezado a formarse en una playa donde antes no había más que aguas abiertas. «La idea es muy flexible», comenta. «Si vemos que el nivel del mar sube, podemos aumentar la cantidad de arena –añade Sikkema–. Y es más fácil ajustar la cantidad de arena que reconstruir todo un sistema de diques.»
Más tarde Mulder me habla de la inscripción que puede leerse en una placa conmemorativa colocada en la Barrera del Escalda Oriental, en Zelanda: Hier gaan over het tij, de maan, de wind, en wiji, que significa, «Aquí la marea está regida por la luna, por el viento y por nosotros». La frase refleja la confianza de una generación que, a diferencia de la nuestra, daba por sentado un mundo razonablemente estable. «Tenemos que comprender que no dominamos el mundo –in­­siste Mulder–. Necesitamos adaptarnos.»
Ahora que se ciernen sobre nosotros las amenazas del cambio climático y del aumento del nivel del mar, urbes de todo el mundo, desde Nueva York hasta Ciudad Ho Chi Minh, vuelven la vista a los Países Bajos en busca de consejo. Una empresa holandesa, Arcadis, ha preparado el diseño conceptual de una barrera contra ma­­reas de tempestad donde se encuentra el puente Verrazano-Narrows para proteger Nueva York. La misma firma colaboró en el proyecto de la barrera de 1.100 millones de dólares (unos 840 millones de euros) y 3,2 kilómetros de largo que el verano pasado protegió a Nueva Orleans de la marea de tempestad de cuatro metros de altura del huracán Isaac. El Lower Ninth Ward (Distrito Noveno Inferior), que tanto sufrió los efectos del huracán Katrina, resultó intacto.
«Isaac fue una enorme victoria para Nueva Orleans –me dice un directivo de Arcadis, Piet Dircke, mientras cenamos en Rotterdam–. Todas las barreras se cerraron, todos los diques resistieron y todas las unidades de bombeo funcionaron. ¿Oyó algo al respecto? No, porque no pasó nada.»
Aunque Nueva Orleans pueda respirar tranquila durante unos decenios, sus perspectivas a largo plazo, lo mismo que las de otras ciudades situadas a escasa altitud, son alarmantes. Entre las más vulnerables figura Miami. «No puedo imaginar que el sudeste de Florida esté muy habitado a finales de este siglo», me dice Hal Wanless, director del departamento de ciencias geológicas de la Universidad de Miami. Estamos en su oficina, situada en el sótano, mirando mapas de Florida en su ordenador. Con cada clic del ratón, los años pasan, el océano avanza y la península se encoge. Los humedales de agua dulce y los manglares se pierden, en una espiral de muerte que ya ha comenzado en el extremo meridional de la península. Con el nivel del mar 1,20 metros por encima del actual (una posibilidad real para 2100), alrededor de dos tercios del sudeste de Florida quedan inundados, los cayos casi desaparecen y Miami es una isla.
Cuando pregunto a Wanless si las barreras podrían salvar Miami, al menos a corto plazo, sale de la oficina un momento. Al regresar, trae consigo una muestra cilíndrica de piedra caliza de 30 centímetros de largo. Parece un tubo de queso emmental petrificado. «Intente taponar esto», me dice. Miami y la mayor parte de Florida se asientan sobre una base de roca caliza sumamente porosa, producto de la acumulación de los restos de innumerables criaturas marinas depositados hace más de 65 millones de años, cuando un mar cálido y somero cubría lo que hoy es Florida. Puede que ese pasado se parezca al futuro.
Según Wanless, una barrera sería inútil, porque el agua se colaría por esa base caliza. «Seguramente los ingenieros intentarán hacer proezas –dice–, pero la caliza es tan porosa que ni siquiera con enormes sistemas de bombeo se podrá impedir la entrada del agua.»
El aumento del nivel del mar ya empieza a amenazar el suministro de agua dulce en Florida. Alrededor de la cuarta parte de sus 19 millones de habitantes dependen de pozos que extraen agua del enorme acuífero de Biscayne, donde ahora se está infiltrando agua salada a través de las decenas de canales que se abrieron para drenar los Everglades. Durante decenios el Estado ha tratado por todos los medios de controlar la intrusión salina mediante la construcción de diques y estaciones de bombeo en los canales de drenaje. Esas «estructuras de control de la salinidad» mantienen por detrás un muro de agua dulce para bloquear la intrusión subterránea de agua salada. Para contrarrestar la mayor densidad del agua marina, el nivel del agua dulce en las estructuras de control se suele mantener unos 60 centímetros por encima del nivel del mar, que no deja de avanzar.
Pero las estructuras de control también cumplen una segunda función: durante las frecuentes lluvias torrenciales que caen en Florida, las compuertas deben abrirse para desviar la inundación al mar. «Tenemos unas 30 estructuras de control de la salinidad en el sur de Florida –dice Jayantha Obeysekera, responsable del modelo hidrológico en el Departamento de Gestión del Agua de esta región–. Ahora vemos que a veces el nivel del mar está por encima del nivel del agua dulce en los canales.» Ese desnivel acelera la intrusión de agua salada y a la vez impide el vertido de las aguas de inundación en el mar. «Lo que nos preocupa es que la situación empeorará con el tiempo a medida que el aumento del nivel del mar se acelere», dice Obeysekera.
El uso de agua dulce para bloquear el agua salada dejará de ser una solución práctica, porque la cantidad de agua dulce necesaria cubriría áreas muy extensas por detrás de las estructuras de control, y sería como inundar el Estado desde dentro. «Si el nivel del mar aumenta 50 centíme­tros, el 80 % de las estructuras de control de la salinidad de Florida dejarán de cumplir su función –advierte Wanless–. Tendremos que elegir entre sumergir zonas habitadas para mantener el agua dulce por encima del nivel del mar o per­mitir la intrusión salina.» Si el mar sube 60 centímetros, añade, es probable que se pierdan los acuíferos de Florida, sin posibilidad de recuperación. Incluso ahora, durante episodios de mareas inusualmente altas, el agua marina mana por las alcantarillas de Miami Beach, Fort Lauderdale y otras ciudades, inundando las calles.
A menos que cambiemos radicalmente de orientación en los próximos años, nuestras emisiones de carbono crearán un mundo con una geografía totalmente distinta a la que ha visto nuestra especie a lo largo de su evolución. «Si todo sigue como hasta ahora, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera llegará a las mil partes por millón al final de este siglo», afirma Gavin Foster, geoquímico de la Universi­dad de Southampton, en Inglaterra. Según dice, no se han visto en la Tierra concentraciones tan altas de este gas desde el comienzo del eoceno, hace 50 millones de años, cuando en el planeta no había ni rastro de hielo. Según el Servicio Geológico de Estados Unidos, el nivel del mar en una Tierra completamente libre de hielo sería 66 metros más alto que el actual. Quizás harían falta miles de años y más de mil partes por millón para crear un mundo así, pero si seguimos quemando combustibles fósiles, llegaremos a él.
Foster advierte que por mucho que reduzcamos las emisiones de gases de efecto invernadero, veremos aumentar el nivel del mar al menos varios palmos, y quizás incluso varios metros, a medida que el planeta se adapte lentamente a la cantidad de carbono que ya está presente en la atmósfera. Un reciente estudio holandés indicaba que los Países Bajos pueden buscar solucio­nes de ingeniería a un coste asumible para un aumento del nivel del mar de hasta cinco metros. Pero los países más pobres tendrán serios proble­mas para adaptarse a un aumento mucho menor. En diferentes momentos y lugares, las soluciones de ingeniería no serán suficientes. Entonces co­­menzará el éxodo desde la costa, pero en algunos países no habrá terrenos más altos adonde ir.
Para el siglo que viene, si no antes, gran número de personas tendrá que abandonar las zonas litorales de Florida y otras partes del mundo. Algunos investigadores temen una marea de refugiados del cambio climático. «Desde Bahamas hasta Bangladesh, gran parte de Florida…, todos tendremos que trasladarnos, y tal vez nos tengamos que mudar todos al mismo tiempo –dice Wanless–. Habrá disturbios, guerras… Es difícil saber si la civilización seguirá funcionando, o cómo funcionará. ¿Resistirán los pilares que la mantienen en pie? No lo sabemos. Creemos que Miami siempre ha estado ahí y que siempre seguirá estando ahí. ¿Qué hay que hacer para que la gente se dé cuenta de que Miami, o Londres, no siempre estarán ahí?»
¿Cómo será Nueva York dentro de 200 años? Klaus Jacob, el geofísico de la Universidad Columbia, imagina Manhattan como una especie de Venecia, sometida a inundaciones periódicas, quizá con canales y taxis acuáticos de color amarillo. En su opinión, gran parte de la población se concentrará en zonas más altas en otros distritos. «Los terrenos más altos se encarecerán y el frente marítimo se abaratará», pronostica. Pero entre los neoyorquinos, al igual que entre el resto de nosotros, la idea de que el mar va a aumentar considerablemente todavía no ha calado. De los miles de habitantes del estado de Nueva York cuyos hogares quedaron destruidos o gravemente afectados por la marea de tempestad del Sandy, se calcula que solo entre el 10 y el 15 % aceptarán la oferta del Estado de adquirir sus propiedades al precio anterior a la tormenta. Los demás piensan reconstruir.

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