viernes, 23 de octubre de 2015

Ríos en llamas

En Kamchatka, la lava fluye con tal celeridad que parece agua, y remodela el paisaje a cada nueva erupción volcánica.
Por Maria Tolstykh
La vida de un ser humano, medida en términos geológicos, dura apenas un suspiro. Y las oportunidades de ver un volcán en erupción sin que el espectáculo acarree excesivos peligros –sin explosiones violentas, nubes de gases ni letales lluvias de ceniza–, como el Tolbachik, son pocas.
Hubiese sido una pena no aprovechar la ocasión, incluso a pesar de que en un primer momento a los fotógrafos de naturaleza Sergey Gorshkov y Vladimir Alekseyev y a mí nos pareciera que el simple hecho de llegar hasta allí era una em­­presa imposible. La única carretera desde el asentamiento de Kozyrevsk hasta el volcán había quedado sepultada bajo un río de lava, por lo que el acceso solo era posible en helicóptero. Esto significaba que dependíamos por completo de la meteorología y de la visibilidad en la zona de la erupción. En segundo lugar, estábamos en pleno invierno, un invierno glacial con temperaturas de 40 °C bajo cero, y corría el rumor de que un topógrafo desplazado en la zona había sufrido graves daños en las manos por congelación. Aun así, decidimos ponernos en marcha.
La península de Kamchatka forma, junto con las islas Kuriles, un arco insular en una de las zonas sísmicas y volcánicas más activas del mundo. Situada en el extremo oriental de Rusia, es parte del Cinturón de Fuego del Pacífico, donde tiene lugar la subducción, o hundimiento de las placas oceánicas por debajo de los continentes. De los 540 volcanes activos conocidos en la Tierra, 348 se concentran en este cinturón ardiente. Los terremotos más intensos están relacionados con el mismo fenómeno, la colisión de las placas. En consecuencia, los seísmos y las erupciones volcánicas se suceden con regularidad y dan forma al paisaje de Kamchatka.
Las erupciones pueden ser de distinta naturaleza, desde la expulsión de una pequeña cantidad de lava hasta la explosiva lluvia de cenizas que puede alcanzar varias decenas de kilómetros de altura. Como resultado de las mismas se forman diferentes estructuras volcánicas, rocas y minerales ígneos, y diversos gases son emanados a la atmósfera. La erupción iniciada a fines de noviembre del año pasado en el valle de Tolbachik, 340 kilómetros al norte de la ciudad de Petropavlovsk-Kamchatsky, el centro administrativo de la península, llamó la atención tanto por su magnitud como por las características de su actividad volcánica.
Tolbachik es un complejo volcánico formado por dos conos superpuestos y mor­fológicamente bien distintos: el estratovolcán Ostry Tolbachik, de forma cónica y una altitud de 3.682 metros (en ruso, ostry significa «afilado»), y el volcán en escudo Plosky Tolbachik, de 3.085 metros y suaves pendientes (plosky significa «llano»).
Los científicos calificaron la erupción como perteneciente al tipo hawaiano, en el que la lava basáltica, muy fluida, emana pausadamente tras rebasar el cráter o emerge de las fisuras, pero no ocasiona grandes catástrofes. Tolbachik es un caso único, pues está rodeado por un grupo de volcanes de tipo vesubiano. Cuando estos entran en erupción producen el apilamiento de grandes espesores de rocas volcánicas, como en el Vesubio o en el Fuji-Yama. De hecho, todo el valle de Tol­bachik está lleno de potentes capas de escorias.
Hace algo más de tres decenios, entre 1975 y 1976, tuvo lugar la mayor erupción basáltica conocida hasta el momento en el arco insular de Kuriles-Kamchatka. Se le dio el nombre de la «Gran Erupción Fisural de Tolbachik», y fue un acontecimiento excepcional. Los sismólogos la habían pronosticado con anterioridad, y un nutrido grupo de volcanólogos acudió al lugar y aguardó expectante el despertar del volcán, como si de una emboscada se tratase. Mereció la pena: la erupción se convirtió en una de las cinco erupciones fisurales mayores del mundo. Una primera explosión, la llamada septentrional, arrojó bombas volcánicas y escorias incandescentes, y las llamaradas de gases y ceniza alcanzaron una altura de entre cuatro y cinco kilómetros. Durante 72 días de incesante «bombardeo» se formaron en el valle tres montículos de escoria, de 300 metros de altura cada uno.
A continuación tuvo lugar la explosión meridional, que se prolongó durante 15 meses y formó un inmenso campo de lava de 40 kilómetros cuadrados. Como ocurre con cualquier erupción de esa magnitud, la Gran Erupción Fisural fue letal para todo organismo vivo. La lava y las cenizas destruyeron la vegetación en un área de más de 400 kilómetros cuadrados. Es lógico que posteriormente se utilizasen esos enormes campos de ceniza para hacer pruebas con los vehículos lunares: el paisaje de desolación era un escenario similar al que las misiones espaciales han hallado fuera de nuestro planeta. «Para los científicos este acontecimiento fue de una im­­portancia decisiva –dice Yuri Dubik, volcanólogo y testigo del acontecimiento–. Durante la Gran Erupción Fisural se midió la temperatura de la lava (unos 1.020 °C), se calculó la velocidad de crecimiento de los cristales en la colada y se obtuvieron datos sobre la composición química de las lavas y de los minerales que cristalizan directamente de las exudaciones gaseosas.»
Después de 36 años de inactividad, los avances científicos y tecnológicos daban la bienvenida a una nueva erupción que permitiría experimentar toda clase de aparatos e instrumentos nuevos.
Los primeros en notar que algo inusual estaba ocurriendo fueron los sismólogos. A finales de noviembre de 2012 y durante varios días seguidos registraron frecuentes terremotos de baja intensidad, y la tarde del día 27 se detectaron numerosos temblores de tierra superficiales en la estación sismológica de Kozyrevsk, 50 kilómetros al noroeste del volcán.
Por desgracia, los primeros días fue imposible acceder al lugar por el mal tiempo. Desde el puente que atraviesa el río Kamchatka, unos 45 kilómetros al oeste de Tolbachik, podían verse altas fuentes de piroclastos candentes y emanaciones de gases. Las ventanas y paredes de las casas en Kozyrevsk vibraban, y sus habitantes podían oír perfectamente los rugidos del volcán.
El tercer día de erupción los volcanólogos lograron sobrevolar la zona y constataron que se habían abierto dos fisuras de varios centenares de metros de longitud en la base del volcán Plosky Tolbachik. Al principio, impresionantes coladas lávicas fluían de la fisura superior. ¡La escoria y las bombas volaban a 200 metros de altura! Cuatro días después empezó a emerger una fuente de lava de la fisura inferior: un flujo constante de 10 a 100 metros de altura a lo largo de toda la grieta, de más de me­­dio kilómetro. El flujo basáltico salía a chorros, y a mediados de febrero había alcanzado 15 kilómetros de longitud. Alrededor de la fuente de lava se formó un domo por acumulación de frag­mentos calientes de lava y de escorias que se fue­ron soldando entre sí, al tiempo que la lava seguía fluyendo por la base de dicho montículo.
¿Qué más podían aprender los científicos de esta nueva erupción? Gracias a las cámaras fotográficas y de vídeo más avanzadas se han podido acumular cientos de gigabytes de película sobre el proceso eruptivo de Tolbachik; todas sus fases se han fotografiado con una altísima resolu­ción, así como las fuentes de lava en el cráter, las bombas volcánicas y la escoria producidas durante las explosiones de burbujas gaseosas, los ríos de lava ardiente, tan rápidos que parecen de agua, y los caprichosos movimientos de la lava confor­me se va enfriando mientras avanza.
Hoy es posible medir la temperatura y la
velocidad de los diferentes tipos de coladas, lo que permite crear una base de datos que será de gran utilidad para otras regiones volcánicas. Se toman muestras de lava y escorias durante los sucesivos días de la erupción para medir la frecuencia con la que el conducto volcánico se rellena con nuevo material magmático y para averiguar el origen de ese magma y cuánto tarda en llegar a la superficie. Otra tarea de los geó­logos es llevar a cabo un permanente control espectrométrico de los gases emitidos durante la erupción: los nuevos instrumentos son capaces de medir su concentración a una distancia de cinco kilómetros. La posterior trayectoria de las nubes de gas se monitoriza mediante satélites.
Las partículas suspendidas en la estratosfera a consecuencia de las emisiones volcánicas reflejan los rayos del sol de tal modo que a veces pueden originarse unos cielos y unos efectos de luz y color espectaculares. Estos efectos han sido analizados por expertos, y alguno de ellos los ha identificado en la famosa serie de El grito, del pintor noruego Edward Munch (1863-1944), donde detrás del retrato femenino, como fondo de los cuadros, aparece el paisaje de Oslo bañado por un resplandor «expresionista» atribuido a la erupción del volcán Krakatoa acaecida en Indonesia en 1883 y cuyas consecuencias en la atmósfera se hicieron visibles en lugares tan distantes como el norte del continente europeo.
Tolbachik se ha convertido en lugar de peregrinación no solo para los volcanólogos. Muchos fotógrafos han documentado el fenómeno y han regresado con imágenes espléndidas. «Aunque a cierta distancia la roca superficial parecía solidificada, seguía estando tan caliente que una de las tiras de mi mochila, los guantes y las tacos de goma del trípode que dejé en el suelo se fundieron completamente –dice Vladimir Alekseyev–. Tenía que llevar todo el equipo colgado y procurar que mis botas no quedaran adheridas a la tierra.»
También el turismo ha llegado a Tolbachik. En poco tiempo las empresas de este sector en Kamchatka han empezado a organizar visitas. Nosotros también recurrimos a los servicios de una de esas empresas. Tras un viaje nocturno de siete horas en autobús desde Petropavlovsk-Kamchatsky hasta Anavgay, un pequeño asentamiento no muy lejos de Tolbachik, nos unimos a un reducido y variopinto grupo de turistas aventureros, con sus termos, sus bocadillos y sus anoraks, que esperaban el helicóptero. No eran fotógrafos ni sismólogos, sino empresarios, comerciantes y peluqueros que habían decidido pasar sus anheladas vacaciones (por una elevada suma de dinero) visitando un volcán «vivo».
Tuvimos suerte: la temperatura era solo de -32 °C, la visibilidad era espléndida, y enseguida apareció ante nuestros ojos un campo negro entre la nieve blanca, un riachuelo ardiente y, finalmente, el cráter del nuevo cono de escorias donde bullía la lava de color naranja…
El helicóptero aterrizó a medio kilómetro del cráter. Los turistas se apearon sobre la ceniza negra y empezaron a posar. Resultaba sorprendente ver en ese lugar a una señora con su abrigo de piel de zorro, a un joven con mocasines y maletín y a una pareja con su hija pequeña. La expresión de sus rostros era de puro entusiasmo.
Nos apresuramos hacia el lugar donde todavía era posible tomar muestras de escorias y de las bombas volcánicas recién emergidas. Primero corrimos sobre una nieve ligeramente cubierta de polvo de ceniza y luego, directamente sobre ceniza compacta, aún caliente. El volcán estaba tranquilo, toda su actividad se concentraba en el cráter, y las bombas caían cerca de él. Quizá más tarde, por la noche, se animara. Empezamos a golpear con el martillo las porosas rocas vítreas recién formadas. Los turistas nos observaban atónitos. Deberíamos haber hecho más fotos, pero hacía tanto frío que las baterías y las pilas de las cámaras se descargaban enseguida. Pero encontramos la solución: si las poníamos sobre la ceniza, se calentaban y funcionaban durante un rato más.
Regresamos al helicóptero con una interesante carga en las mochilas. Los turistas se quejaron: ¿íbamos a subir a bordo toda esa porquería ra­­diactiva? Nuestros intentos de explicarles que el basalto no es radiactivo no convencieron a nadie.
Malas caras a bordo. De todos modos, durante el trayecto de regreso, mientras sobrevolábamos el río de lava que serpenteaba entre la nieve y las cenizas, alguien nos permitió acercarnos a la ventanilla y echar un último vistazo a aquel mundo extraño y hermoso: «Vale, todo sea por la Ciencia…».

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