viernes, 23 de octubre de 2015

Secretos del cerebro

Las nuevas tecnologías arrojan luz sobre el gran misterio por resolver de la biología: el verdadero funcionamiento del cerebro.
Por Carl Zimmer, abril de 2014
Van Wedeen se acaricia la barba entrecana y se inclina hacia el monitor del ordenador, mientras desplaza el puntero por una cascada de archivos. Estamos en una bi­­­blioteca sin ventanas, rodeados de cajas llenas de cartas antiguas, viejos ejemplares de boletines científicos y un anticuado proyector de diapositivas que nadie se ha decidido a tirar.

«Me llevará un momento localizar su cerebro», dice.

Wedeen tiene almacenados en un disco duro cientos de cerebros –imágenes en 3D, exquisita­mente detalladas, de cerebros de monos, ratas y humanos, entre ellos el mío–, y me ha ofrecido un recorrido guiado por el interior de mi cabeza.

«Iremos a todos los lugares más turísticos», me promete con una sonrisa.

Es mi segunda visita al Centro de Imágenes Biomédicas Martinos, situado en el puerto de Boston. La primera vez, hace unas semanas, me ofrecí al equipo de Wedeen como cobaya para una investigación neurocientífica. En la sala del escáner, me recosté sobre una camilla dura, con la parte posterior de la cabeza apoyada sobre una caja de plástico abierta. Un radiólogo me puso sobre la cara un casco blanco también de plástico, con dos orificios a través de los cuales pude seguir sus movimientos. Me ajustó bien el casco para que las 96 antenas diminutas que contenía estuvieran cerca de mi cerebro y pudieran captar las ondas de radio que estaba a punto de emitir. Mientras la camilla se deslizaba hacia las fauces cilíndricas del escáner, pensé en El hombre de la máscara de hierro.

Los imanes a mi alrededor empezaron a zumbar y a emitir pitidos. Durante una hora permanecí inmóvil y con los ojos cerrados, tratando de pensar en cosas que me ayudaran a mantener la calma. No fue fácil. Para lograr la mayor resolución posible, Wedeen y su equipo habían diseñado el aparato con muy poco espacio interior, apenas suficiente para albergar a una persona de mi tamaño. Para no sumirme en el pánico, mantuve la respiración regular e intenté transportarme mentalmente a lugares que guardaba en la memoria. Por ejemplo, me acordé de una vez que había llevado a mi hija de nueve años a la escuela sorteando montones de nieve después de una tormenta.
Mientras estaba ahí tumbado, reflexioné sobre el hecho de que todos esos pensamientos y emociones eran el producto del trozo de carne de casi un kilo y medio que estaba siendo objeto del estudio: mis miedos, transmitidos por impulsos eléctricos que convergían en un pedazo de tejido en forma de almendra llamado amígdala, y la reacción para aquietarlos, activada y dirigida desde regiones de la corteza frontal. Y el recuerdo del paseo con mi hija, coordinado por una estructura llamada hipocampo, un montón de neuronas en forma de caballito de mar, que había reactivado una vasta red de conexiones a través de mi cerebro, tendida por primera vez cuando caminé entre la nieve y almacené aquel momento en la memoria.
Me estaba sometiendo a ese estudio como parte del reportaje que estaba realizando por todo Estados Unidos para documentar una de las grandes revoluciones científicas de nuestro tiempo: los asombrosos avances en la comprensión del funcionamiento del cerebro humano. Algunos neurocientíficos estudian la delicada y sofisticada estructura de las células nerviosas, o neuronas. Otros se ocupan de cartografiar la bioquímica del cerebro, para determinar de qué manera nuestros miles de millones de neuronas producen y emplean miles de proteínas diferentes. Y otros, como Wedeen, crean representaciones increíblemente detalladas del «cableado» cerebral, esa red de unos 160.000 kilómetros de fibras nerviosas que constituyen la sustancia blanca y que conecta los diversos componentes del cerebro, dando origen a todo lo que pensamos, sentimos y percibimos. El Gobierno de Estados Unidos respalda esta investigación a través de la iniciativa BRAIN (siglas en inglés de «investigación del cerebro mediante neurotecnologías innovadoras y avanzadas»). La primavera pasada, el presidente Obama anunció que este proyecto a gran escala tiene como objetivo acelerar la confección de mapas del sistema de circuitos neuronales, «ofreciendo así a los científicos los instrumentos que necesitan para componer una imagen dinámica del cerebro en acción». En Europa existe un esfuerzo similar financiado por la Comisión Europea llamado Proyecto Cerebro Humano (HBP), en el que participan 15 países, entre ellos España.
Al observar el cerebro en acción, los neurocientíficos pueden ver también sus defectos; de hecho, empiezan a identificar diferencias entre la estructura de un cerebro corriente y el de otro aquejado por trastornos como la esquizofrenia, el autismo o la enfermedad de Alzheimer. A medida que avancen en la confección de mapas cada vez más detallados del cerebro, es posible que puedan diagnosticar trastornos por sus manifestaciones anatómicas y quizás incluso lleguen a comprender su génesis.
En mi segunda visita al laboratorio, Wedeen localiza finalmente la imagen de mi sesión en el escáner. Mi cerebro aparece en el monitor. La técnica que utiliza, la resonancia magnética por difusión, interpreta las señales de radio emitidas por la sustancia blanca y produce un atlas de alta resolución de esa «internet» neurológica. El escáner traza el mapa de los haces de fibras nerviosas que forman cientos de miles de rutas para transportar la información de una parte a otra del cerebro. En el ordenador se aplica a cada ruta un color, de tal manera que mi cerebro parece una explosión de pelos multicolores.
Wedeen presta especial atención a determinadas rutas y me enseña, por ejemplo, algunos de los circuitos importantes para el lenguaje y otros tipos de actividad mental. Después borra temporalmente la mayoría de las rutas de mi cerebro, para que pueda apreciar con más facilidad la organización de las restantes. A medida que amplía la imagen, algo sorprendente cobra forma ante mis ojos. Pese a la increíble complejidad de los circuitos, todos ellos se entrecruzan en ángulo recto, como las líneas en una hoja de papel cuadriculado.
«Todo son cuadrículas», dice Wedeen.
Cuando en 2012 sacó a la luz la estructura reticulada del cerebro, algunos científicos reaccionaron con escepticismo, preguntándose si no habría descubierto solo una parte de una anato­mía mucho más enmarañada. Pero hoy Wedeen está más convencido que nunca de que se trata de una característica relevante. Mire donde mire –en cerebros humanos, de monos o de ratas–, encuentra la cuadrícula. Me indica que los sistemas nerviosos primigenios, en los gusanos del cámbrico, eran simples cuadrículas: apenas un par de cordones nerviosos tendidos de la cabeza a la cola, con conexiones entre ellos semejantes a los peldaños de una escalera de mano. En el linaje de nuestra especie los nervios del encéfalo aumentaron exponencialmente de número hasta contarse por miles de millones, pero conservaron la estructura cuadriculada. Es posible que nuestros pensamientos discurran como tranvías sobre los raíles de la sustancia blanca, conforme los impulsos nerviosos viajan de una región del cerebro a otra.
«Es absolutamente improbable que no haya algún principio básico detrás de todo esto –dice Wedeen, con la mirada fija en la imagen de mi cerebro–. Pero aún no estamos en condiciones de apreciarlo.»

Los científicos están averiguando tantas cosas últimamente acerca del cerebro que a veces se nos olvida que durante buena parte de la historia no supimos cómo funcionaba, ni tan si­­quiera qué era. En la Antigüedad, los médicos creían que el cerebro estaba compuesto de «flema». Aristóteles lo consideraba una especie de refrigerador, capaz de contrarrestar el calor del corazón. Desde entonces hasta el Renacimiento los anatomistas declaraban con gran convicción que nuestras percepciones, emociones, razonamientos y acciones eran el resultado de «espíritus animales», vapores misteriosos e intangibles que se arremolinaban en las cavidades de nuestras cabezas y viajaban por nuestro cuerpo.
La revolución científica del siglo XVII empezó a cambiarlo todo. El médico británico Thomas Willis reconoció que esos tejidos cerebrales de consistencia semejante a la cuajada eran la sede de nuestro mundo mental. Para estudiar su funcionamiento, diseccionó cerebros de ovejas, de perros y de pacientes fallecidos, y produjo así los primeros diagramas exactos del órgano.
Tuvo que pasar otro siglo para que los investigadores comprendieran que el cerebro es un órgano eléctrico. En lugar de espíritus animales, son impulsos eléctricos los que recorren el siste­ma nervioso. Aun así, los científicos del siglo XIX sabían muy poco acerca de las rutas seguidas por esos impulsos. El médico italiano Camillo Golgi sostenía que el cerebro era una red de conexiones sin interrupciones. Basándose en la investigación de Golgi, el científico español Santiago Ramón y Cajal aplicó nuevos métodos de tinción de las neuronas para observar sus enmarañadas ramificaciones y descubrió lo que Golgi no había podido discernir: que cada neurona es una célula distinta, separada de todas las demás. Las neuronas envían señales a través de unas prolongaciones llamadas axones, y las reciben a través de las prolongaciones receptoras, denominadas dendritas. Entre el extremo de los axones y el de las dendritas hay un pequeño espacio: la hendidura sináptica. Posteriormente los científicos descubrirían que los axones vierten un cóctel de sustancias químicas en dicho espacio para desencadenar una señal en la neurona vecina.

El neurocientífico Jeff Lichtman, actual titular de la cátedra Ramón y Cajal de la Universidad Harvard, continúa el proyecto del científico español en el siglo XXI. En lugar de dibujar las neuronas manualmente a tinta y plumilla, él y su equipo están creando minuciosas imágenes tridimensionales de las neuronas, que permiten apreciar cada abultamiento y cada ramificación. Desentrañando los pequeños detalles de la es­­tructura de las células nerviosas, es posible que por fin se hallen respuestas a algunas de las preguntas más básicas acerca de la naturaleza del cerebro. Cada neurona tiene un promedio de 10.000 sinapsis (conexiones con otras neuronas). ¿Siguen algún orden esas conexiones, o son pu­­ramente aleatorias? ¿Se producen esas conexiones preferentemente con algún tipo específico de neuronas?
Para producir las imágenes, Lichtman y sus colegas cortan secciones de cerebro de ratón con la versión neuroanatómica de una máquina de cortar fiambre. Las finísimas capas de tejido resultantes tienen la milésima parte del grosor de un cabello humano. Después, con un microscopio electrónico, los investigadores fotografían cada sección transversal, y con el ordenador combinan las imágenes apilándolas una encima de otra. De este modo, poco a poco va cobrando forma una imagen tridimensional que los científicos pueden explorar.
«Todo queda a la vista», asegura Lichtman.
El único problema es la enormidad de ese «to­do». Hasta el momento, el mayor volumen de un cerebro de ratón que el equipo de Lichtman ha conseguido reproducir es más o menos del tamaño de un grano de sal. Los datos de ese minúsculo volumen suman 100 terabytes, una cantidad de información equivalente a la de 25.000 películas almacenadas en alta definición.
Una vez que se ha reunido toda esa información empieza el trabajo verdaderamente difícil: buscar las reglas que organizan el aparente caos del cerebro. Recientemente el investigador posdoctoral del equipo de Lichtman Narayanan Kasthuri emprendió la tarea de analizar hasta el último detalle de un trozo cilíndrico de cerebro de ratón de apenas 1.000 micrómetros cúbicos (la cienmilésima parte del volumen de un grano de sal). Escogió la región que rodeaba un pequeño segmento de un solo axón, para identificar todas las neuronas que pasaban por allí.
Ese minúsculo trozo de cerebro resultó ser como un tonel lleno de serpientes. Kasthuri encontró un millar de axones y unas 80 dendritas, cada una ramificada en unas 600 conexiones con otras neuronas dentro del cilindro. «Es una señal de alerta. Ahora sabemos que los cerebros son mucho más complicados de lo que creemos», advierte Lichtman.
Complicados, pero no desordenados. Lichtman y Kasthuri descubrieron que cada neurona establece casi todas sus conexiones con una sola neurona, y evita escrupulosamente conectarse con casi todas las otras células apiñadas a su alrededor. «Parece importarles mucho con quién se relacionan», afirma Lichtman.
El neurocientífico no puede saber todavía si esa minuciosa disposición es una regla general o una característica propia de la diminuta región de cerebro de ratón analizada. Incluso con mejor tecnología, su equipo necesitará dos años más para completar el estudio de los 70 millones de neuronas del cerebro de un ratón. Le pregunto por la exploración de un cerebro humano completo, que contiene mil veces más neuronas que el de un ratón.
«Ni siquiera me lo planteo –dice, con una carcajada–. Es demasiado abrumador.»

El retrato tridimensional del cerebro que prepara Lichtman será muy revelador, pero aun así no será más que una simple escultura exquisitamente detallada. Las neuronas representadas son modelos huecos, mientras que las neuronas auténticas están llenas a rebosar de ADN vivo, proteínas y otras moléculas. Cada tipo de neurona emplea un conjunto específico de genes para construir la maquinaria molecular que necesita para realizar su función. Por ejemplo, las neuronas sensibles a la luz que tenemos en los ojos producen proteínas capaces de captar los fotones, y las situadas en una región llamada sustancia negra producen dopamina, un neurotransmisor crucial para el mecanismo de la re­­compensa. La geografía de las proteínas y otras sustancias químicas es esencial para comprender el funcionamiento del cerebro y las razones por las que a veces no funciona bien. En la enfermedad de Parkinson, las neuronas de la sustancia negra producen menos dopamina de lo normal. En la enfermedad de Alzheimer hay marañas de proteínas dispersas por todo el cerebro, aunque no se conoce con certeza la relación entre esas marañas y la devastadora demencia que caracteriza la enfermedad.
El Instituto Allen para la Ciencia del Cerebro, situado en Seattle, ha producido un mapa de la maquinaria molecular del cerebro denominado Atlas Allen del Cerebro. Allí los científicos trabajan con cerebros de personas recién fallecidas, donados por sus familiares. En primer lugar, los escanean con aparatos de resonancia magnética de alta resolución y después, utilizando sus imágenes tridimensionales como referencia, los cortan en secciones de grosor microscópico, que a continuación montan sobre un portaobjetos. Finalmente impregnan las secciones con diferentes sustancias químicas que revelan la presencia de genes activos situados en las neuronas.

Hasta el momento los investigadores han es­­tudiado seis cerebros humanos y han cartografiado la actividad de 20.000 genes codificadores de proteínas en 700 localizaciones de cada cerebro. Se trata de una cantidad impresionante de datos, que los científicos solo han empezado a interpretar. Se calcula que el 84% del total de los genes presentes en nuestro ADN se activan en algún lugar del cerebro adulto. (Un órgano más sencillo como puede ser el corazón o el pán­creas requiere una cantidad muy inferior de genes para funcionar.) En cada una de las 700 localizaciones estudiadas, las neuronas activan un grupo diferente de genes. En un estudio preliminar de dos regiones del cerebro, los científicos compararon un millar de genes de los que ya se conocía su importancia para la función neuronal. De una persona a otra, las áreas del cerebro donde los diferentes grupos de genes estaban activos eran prácticamente las mismas. Se diría que el cerebro tiene un paisaje genético enormemente definido y preciso, en el que ciertas combinaciones de genes desempeñan deter­minadas tareas en diferentes localizaciones.
Cabe la posibilidad de que el secreto de muchas enfermedades neurológicas se esconda en ese paisaje, por la activación o la desactivación anómala de determinados genes.
Toda la información del Atlas Allen del Cerebro está disponible en Internet, donde otros científicos pueden analizar los datos utilizando programas hechos a medida. Y ya están haciendo descubrimientos. Un equipo brasileño, por ejemplo, ha usado los datos para estudiar un trastorno devastador llamado enfermedad de Fahr, que se caracteriza por formar calcificaciones en el interior del cerebro y que produce demencia. Ya se había observado una relación entre algunos casos de esta afección y una mutación del gen SLC20A2. En el atlas del cerebro humano los científicos comprobaron que este gen está activado sobre todo en las regiones afectadas por la enfermedad.

De todas las formas novedosas de visualizar el cerebro, quizá la más notable sea la inventada por el equipo de Karl Deisseroth, neurocientífico y psiquiatra de la Universidad Stanford. Para ver el cerebro, primero lo hacen desaparecer.
Cuando visité el laboratorio de Deisseroth, Jenelle Wallace, una estudiante, me llevó hasta una repisa donde había media docena de frascos. Levantó uno de ellos y me indicó en el fondo un cerebro de ratón, del tamaño de una uva. En realidad no vi el cerebro, sino a través de él, ya que era transparente como una canica de vidrio.
No hace falta decir que todo cerebro normal, humano o de ratón, es opaco, porque sus células están envueltas en grasa y otros compuestos que impiden el paso de la luz. Por esa razón Ramón y Cajal tuvo que teñir las neuronas para verlas, y el grupo de Lichtman y los científicos del Instituto Allen tienen que cortar los cerebros en secciones finísimas para acceder a su interior. La ventaja de un cerebro transparente es que permite observar sus mecanismos con el órgano todavía intacto. En colaboración con el investigador posdoctoral Kwanghun Chung, Deisseroth ha desarrollado una receta para reemplazar los compuestos opacos del cerebro por moléculas transparentes. Tras volver transparente un cerebro de ratón con su método, pueden inyectarle marcadores químicos fluorescentes que se fijan solo a determinadas proteínas o siguen una ruta específica que conecta diferentes neuronas en regiones distantes del cerebro. Los científicos pueden luego lavar esos marcadores y añadir otros para revelar la localización y la estructura de un tipo diferente de neurona, desenmarañando de ese modo los circuitos neuronales, uno a uno. «No es necesario desmontarlo para ver el cableado», afirma Deisseroth.
No es fácil que los neurocientíficos se asombren por algo, pero el método de Deisseroth, denominado CLARITY, los ha dejado boquiabiertos. «Es bastante impresionante», comenta Christof Koch, director científico del Instituto Allen. Para Wedeen, la investigación de Deisseroth es «espectacular, diferente de todo lo que se ha hecho en este campo».
Debido a nuestro pasado evolutivo común, esclarecer el funcionamiento del cerebro de un ratón puede ofrecer mucha información acerca del funcionamiento del cerebro humano. Pero el objetivo final de Deisseroth es lograr la misma transformación con un cerebro humano, es decir, volverlo transparente, una tarea mucho más complicada, entre otras cosas porque es 3.000 veces más grande que el de ratón.
Una imagen CLARITY que mostrara la localización de un solo tipo de proteína en un único cerebro humano produciría una cantidad colosal de información: unos dos petabytes, el equivalente a varios cientos de miles de películas en alta definición. Deisseroth espera que CLARITY pueda algún día revelar las características ocultas de trastornos como el autismo o la depresión. Pero sabe que falta mucho para eso.
«Es tanto lo que todavía queda por hacer antes de desarrollar tratamientos, que normalmente le digo a la gente que ni siquiera lo piense todavía –comenta–. Por ahora, no es más que un viaje de descubrimiento.»

Por muy revelador que pueda ser un cerebro transparente, siempre será un órgano muerto. Los científicos necesitan otros instrumentos pa­­ra explorar cerebros vivos. Utilizando una programación diferente, las técnicas que Wedeen emplea para estudiar la sustancia blanca pueden registrar el cerebro en acción. La resonancia magnética funcional (RMf) permite observar las regiones del cerebro que participan en una tarea mental determinada. A lo largo de las dos últimas décadas, la RMf ha revelado redes implicadas en todo tipo de procesos mentales, desde el recono­cimiento de caras hasta el acto de beber un café o la rememoración de un suceso traumático.
Es fácil dejarse deslumbrar por las imágenes de RMf, pero es importante recordar que en realidad se trata de representaciones bastante burdas. Los aparatos más potentes solo pueden registrar la actividad en una escala de un milímetro cúbico, un volumen de tejido equivalente al de una semilla de sésamo. En ese espacio, son cientos de miles las neuronas que se están activando e intercambiando señales de manera sincronizada. El modo en que esas señales dan origen a los patrones más amplios observados a través de la RMf continúa siendo un misterio.
«Hay muchas dudas sobre la corteza, incluso algunas ridículamente simples, que no podemos despejar», confiesa Clay Reid. En 2012 Reid se trasladó a Seattle para unirse al Instituto Allen con la esperanza de despejar algunas de esas dudas mediante una serie de experimentos que él y sus colegas llaman MindScope. Su objetivo es entender los mecanismos por los que un grupo de neuronas lleva a cabo una tarea compleja.
La función que el equipo de Reid ha decidido descifrar es la vista, un sentido que los científicos llevan decenios estudiando pero que solo han podido descifrar fragmentariamente. Un ejemplo de un antiguo experimento era colocar un electrodo en la región del cerebro de un ratón relacionada con la percepción visual y observar las neuronas que se activaban cuando el animal veía una imagen en particular.
Ese enfoque ha permitido a los científicos cartografiar las regiones de la corteza visual especializadas en diferentes tareas, como detectar los bordes de un objeto o percibir la luminosidad. Pero nunca han conseguido ver todas esas regiones trabajando a la vez, y descubrir así cómo hace el millón de neuronas de un ratón presentes en las regiones del cerebro relacionadas con la vis­ión para organizar instantáneamente la información en la imagen de un gato.
Reid y sus colaboradores están tratando de resolver ese problema mediante la manipulación genética de ratones, para que sus neuronas relacionadas con la visión liberen destellos de luz cuando se activan. Los destellos registran la actividad neuronal cuando el ratón ve un objeto determinado, ya sea un gato o un apetitoso trozo de queso. A partir de ahí, los científicos pueden compilar los datos y crear con ellos enormes modelos matemáticos de la visión. Si los modelos son exactos, los investigadores serán literalmente capaces de leer la mente de un ratón.
«Nuestro objetivo es reconstruir lo que ve el ratón –afirma Reid–. Y creo que podemos conseguirlo.»

La investigación de Reid sobre la visión de los ratones es un paso más hacia el objetivo último de la neurociencia: obtener un panorama completo del funcionamiento del complicadísimo sentido de la visión, lo que los científicos con los que hablé llaman «una teoría del cerebro». Falta mucho para alcanzar una meta tan ambi­ciosa, y los pasos que se han dado prácticamente no han cambiado aún los tratamientos que los médicos ofrecen a los pacientes. Pero hay una línea de investigación (las interfaces cerebro-máquina) donde el estudio del cerebro ya ha empezado a cambiar la vida de muchas personas.
A los 43 años, Cathy Hutchinson sufrió un accidente cerebrovascular que la paralizó y la dejó sin habla. Desde su cama del Hospital General de Massachusetts, se fue dando cuenta poco a poco de que sus médicos no sabían si estaba consciente o en estado de muerte cerebral. Cuando su hermana le preguntó si la oía y le entendía, ella logró responder moviendo los ojos.
«Fue un gran alivio –me cuenta Cathy 17 años después–, porque todos hablaban de mí como si estuviera a punto de morir.»
Un gélido día de invierno me recibe en su casa del este de Massachusetts, sentada en su silla de ruedas. Su cuerpo sigue paralizado casi por completo y no ha recuperado el habla, pero se comunica mirando las letras que hay en la pantalla de un ordenador acoplado a su silla de ruedas: una cámara sigue el movimiento de un diminuto disco de metal instalado en el centro de sus gafas e interpreta qué letras está mirando, lo que permite deletrear palabras.
Hay una parte del cerebro denominada corteza motora donde generamos las órdenes para mover los músculos. Desde hace más de un siglo sabemos que cada parte de la corteza corresponde a un área determinada del cuerpo. Cuando una persona se queda paralítica, como Cathy, es frecuente que su corteza motora esté intacta, pero haya perdido la posibilidad de comunicarse con el resto del cuerpo, porque las conexiones se han destruido. John Donoghue, neurocientífico de la Universidad Brown, quería encontrar la manera de ayudar a gente con parálisis utilizando las señales de su propia corteza motora. Tenía la esperanza de que algún día pudieran pulsar las teclas de un ordenador o accionar una máquina solo con el pensamiento. Dedicó años al desarrollo de un implante y lo probó en monos. Después pudieron empezar a probarlo en seres humanos.
Uno de ellos fue Cathy Hutchinson. En 2005, cirujanos del Hospital de Rhode Island le practicaron un orificio de más de 2,50 centímetros en el cráneo y le implantaron el sensor del dispositivo de Donoghue. El sensor, más o menos de medio centímetro de diámetro, contenía un centenar de agujas diminutas, que, al presionar la corteza motora de la paciente, registraban las señales de las neuronas cercanas. Un juego de cables conectado al dispositivo pasaba por el orificio del cráneo y llegaba hasta un conector de metal situado sobre el cuero cabelludo.
Cuando la herida quirúrgica hubo cicatrizado, los investigadores de la Universidad Brown conectaron un cable al implante de Cathy que transmitía las señales de su cerebro a una serie de ordenadores montados en un carrito que
llevaron a su habitación. Como primer paso, los científicos enseñaron a los ordenadores a reconocer las señales de la corteza motora de la paciente y a utilizarlas para mover un puntero por una pantalla. Cathy lo logró en el primer intento, porque los ordenadores ya sabían traducir en movimientos los patrones de actividad cerebral. Dos años después conectaron un brazo robótico a los ordenadores y perfeccionaron el programa que interpretaba las señales cerebrales para que ella pudiera mover el brazo hacia delante y hacia atrás, arriba y abajo, además de abrir los dedos robóticos y cerrarlos.
Después de unas pocas sesiones, Cathy, el ordenador y el brazo robótico ya trabajaban en equipo. «Me resultó muy natural», me comenta. Tan natural, que un día tendió el brazo robótico hacia una taza de café con leche y canela, la cogió y se la llevó a los labios para beber.
«La sonrisa de Cathy cuando dejó la taza en la mesa… es impagable», dice Donoghue.
Hoy Donoghue y otros científicos siguen trabajando a partir de ese éxito con la intención de crear interfaces cerebro-máquina potentes, seguras y fáciles de usar. En la Universidad Duke, Miguel Nicolelis experimenta con exoesqueletos que se acoplan al cuerpo para que las señales del cerebro controlen sus extremidades. Ya ha conseguido que unos monos controlen exoesqueletos de cuerpo entero. Si todo sale bien, un parapléjico equipado con una versión más sencilla del dispositivo hará el saque inicial en el partido inaugural del Mundial de Fútbol de 2014 en Brasil, país natal de Nicolelis.
«Con el tiempo, los implantes cerebrales serán tan corrientes como los marcapasos –afirma el investigador–. No tengo la menor duda.»
Cuando se trata del cerebro, predecir el futuro es muy complicado. Algunos avances del pasado inspiraron expectativas que en muchos casos no han llegado a realizarse. «No podemos distinguir un cerebro esquizofrénico de uno autista o uno normal», reconoce Christof Koch. Pero, en su opinión, la investigación actual está llevando a la neurociencia hacia una fase totalmente nueva. «Creo que ya podemos empezar a unir las piezas del rompecabezas.»

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