Los últimos cuatro años han sido excepcionales para la observación de auroras boreales. Viajamos a los gélidos parajes del Ártico para contemplar esta maravilla del firmamento y hablamos con los científicos que estudian los peligrosos efectos de la intensa actividad solar causante de este fenómeno.
Estamos en pleno Ciclo Solar 24. O lo que es lo mismo: este es el vigésimo cuarto ciclo (cada uno de ellos dura unos 11 años) desde que en 1755 empezó el recuento sistemático de las manchas solares, indicadoras de la actividad del Sol. Según la NASA, a mediados de 2014 se dio el punto álgido del ciclo actual, pero parece que 2015 también vendrá cargadito. Perfecto para ver auroras polares, porque están intrínsecamente ligadas a la actividad solar y al viento solar que esta intensifica.
La existencia de los ciclos solares fue descubierta por el astrónomo alemán Samuel Heinrich Schwabe, quien entre 1826 y 1843 observó a diario (todos los días claros) la evolución de las manchas solares, visibles a través de un telescopio. Al principio no le interesaban especialmente. Lo que él quería era verificar la existencia de un hipotético nuevo planeta en la órbita de Mercurio, un pequeño planeta (iba a llamarse Vulcano) que, al estar tan cerca del Sol, era muy difícil de ser observado. Así pues, optó por intentar «cazarlo» cuando pasara frente al astro rey, en forma de mancha oscura. Y, aunque nunca halló tal planeta, sí observó cómo esas manchas solares evolucionaban en el tiempo, cómo surgían y desaparecían con periodicidad. No era la primera vez que alguien hacía referencia a ellas. Galileo ya lo había hecho, y también los astrónomos chinos mucho antes del nacimiento de Cristo.
Pero Schwabe hizo un recuento metódico de las manchas y se fijó en su cadencia, y en 1843 publicó un artículo en el que sugería la existencia de un ciclo solar de unos 10 años de duración que luego se alargó a 11. Eso llevó a otro astrónomo, el suizo Rudolf Wolf, a recabar toda la información existente para establecer un patrón de esos ciclos, y logró reconstruir el primero del que se tiene constancia, el de 1755, gracias al cual sabemos que hoy vivimos el ciclo solar número 24.
¿Y eso qué tiene que ver con las auroras polares? Pues mucho, porque esas manchas –regiones más frías y oscuras, de intensa actividad magnética, que suelen ir acompañadas de gigantescas erupciones en la corona, o atmósfera solar– nos indican la actividad solar, y en épocas de mayor actividad se intensifica el viento solar que, al interactuar con la magnetosfera de la Tierra, origina las esplendorosas auroras polares en ambos extremos del globo terráqueo. Como las que ha retratado Olivier Grunewald en Noruega, Islandia, Finlandia, Canadá y Alaska, algunas de las cuales ilustran estas páginas.
Conocer cómo se generan esas luces fantasmagóricas es algo que ha intrigado a los científicos desde hace mucho tiempo. Algunos incluso han tratado de simularlas mediante complejos experimentos, como hizo Kristian Birkeland en el siglo XIX. El físico noruego conocía el modelo a escala reducida del planeta Tierra que William Gilbert, el que fuera médico personal de la reina Isabel I de Inglaterra, muy interesado en el magnetismo terrestre, construyó en el siglo XVII a partir de una piedra imantada. Gilbert lo llamó terrella, «pequeña Tierra» en latín, y Birkeland construyó también su propia terrella inspirándose en la del inglés. Colocó la esfera imantada dentro de un tanque de vacío y la bombardeó con rayos catódicos, corrientes de electrones que se pueden observar de forma experimental en el interior de esos espacios estancos a muy baja presión. Así pudo reproducir unas pseudoauroras diminutas, fruto de la interacción entre el gas residual del tanque, el campo magnético de la esfera y los rayos catódicos. Y comprobó que los electrones, bajo la influencia del campo magnético, se dirigían hacia los polos de la terrella, donde orbitaban emitiendo luz.
Hoy, en pleno siglo XXI, reproducir la belleza cósmica de las auroras sigue estimulando la imaginación de los científicos, pero la tecnología a su alcance es ahora mucho mas avanzada.
Por ejemplo, Jan Egedal, investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), demostró en 2012 que la región activa en el extremo de la magnetosfera de la Tierra (el más alejado del Sol) es 1.000 veces más grande de lo que se creía, y que en ella se libera una cantidad de electrones superenergéticos –responsables del bello resplandor– mucho mayor que la que se suponía hasta ese momento. Y pudo hacerlo gracias a una simulación realizada con uno de los superordenadores más potentes del mundo, un equipo informático llamado Kraken que está compuesto por 112.000 procesadores. En su investigación, Egedal utilizó 25.000 de esos procesadores para seguir durante 11 días los movimientos de 180.000 millones de partículas de viento solar durante el proceso de reconexión de las líneas del campo magnético terrestre, que es cuando liberan mayor energía.
En Europa, el astrofísico francés Jean Lilensten, director del Laboratorio de Planetología de Grenoble, es uno de los mayores especialistas en la actividad solar y su influencia sobre los planetas del sistema solar. Lilensten, admirador de Birkeland, creó en 2008 un artefacto bautizado como Planeterrella, un simulador de auroras polares que además replica distintas interacciones entre planetas y estrellas. De su invento se han hecho varias réplicas que circulan por el mundo; una de ellas estuvo recientemente en la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid.
Lilensten es una especie de hombre del tiempo espacial, un experto en la meteorología que acontece más allá de la atmósfera terrestre, tema de enorme interés no solo para la ciencia sino también para prevenir los daños que las tormentas magnéticas pueden causar en los satélites y, en general, en toda la red de telecomunicaciones terrestres, que no es poco. En Longyearbyen, la mayor población del archipiélago noruego de las Svalbard, Lilensten y otros colegas de Grenoble y de las universidades de Oslo y de Svalbard estudian la polarización de la luz de las auroras con un pequeño telescopio de alto rendimiento. «En astronomía, las observaciones se basan casi exclusivamente en el análisis de la luz emitida o dispersada por el cuerpo estudiado –dice Lilensten–. Uno de los parámetros de la luz utilizados en la actualidad es su polarización, que mide cómo el campo eléctrico de una onda varía a lo largo de su trayectoria de propagación. Esas variaciones proporcionan información sobre la composición y la energía que contienen las partículas solares que penetran en nuestra atmósfera, lo que nos da una idea de la intensidad de una tormenta solar en ciernes.»
A lo largo de la historia ha habido varias tormentas solares descomunales, causadas por manchas solares mucho mas grandes que nuestro planeta, que han producido grandes destrozos en la Tierra. En julio de 2012 hubo una de grandes dimensiones de la que nos libramos por poco. Al parecer, de haber interaccionado con nuestra magnetosfera, las consecuencias podrían haber sido graves. No hay duda de que es importante observar qué sucede en la atmósfera del astro rey, como hacen desde el Observatorio del Teide, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Allí se encuentra la mayor batería de telescopios solares del mundo, entre ellos el GREGOR, un instrumento alemán especializado en entender el proceso de formación de esas manchas solares y su evolución. «Es el telescopio solar más grande que existe, capaz de generar mapas detallados de los campos magnéticos del Sol», explica el astrónomo Miquel Serra-Ricart, administrador del Observatorio del Teide. Al mando también de las expediciones Shelios, que cada año se centran en observar un fenómeno astronómico relevante, Serra-Ricart ha presenciado auroras boreales en los ciclos 23 y 24, y se prevé que este próximo verano repita la experiencia en Groenlandia. Todo indica que, dada la alta actividad prevista para 2015, el espectáculo será inusualmente intenso. «Habrá una alta probabilidad de cazar una buena tormenta de auroras», asegura.
Mientras la belleza de las auroras polares cautiva al común de los terrícolas, súbditos absolutos del Sol, los expertos trabajan para obtener la mayor cantidad posible de datos de esas tormentas potencialmente peligrosas. Y es que deberíamos estar preparados, por si acaso, pero no lo estamos. Así se evidenció tras el simulacro de tormenta solar extrema que la NASA y la Comisión Europea llevaron a cabo en 2010 para valorar nuestra capacidad de respuesta en caso de un embate geomagnético. Las conclusiones fueron contundentes: si hoy viviésemos otro «evento Carrington» como el de 1859, el colapso tecnológico sería colosal. Tras el simulacro se elaboraron listas de recomendaciones para los Gobiernos, tanto a escala nacional –para, por ejemplo, desconectar las centrales de energía y las telecomunicaciones antes del impacto de la tormenta solar– como doméstica: ¿cómo deberían afrontar las familias un superapagón tecnológico?
La probabilidad de que una gran tormenta solar nos embista en los próximos 10 años es del 12 % , según el físico y asesor de la NASA Peter Riley. Un porcentaje bajo pero que no deberíamos ignorar. Porque hoy, a diferencia de lo que sucedía hace menos de un siglo, la interconexión entre gran parte de los territorios nos hace mucho más dependientes los unos de los otros. Dependientes y, sin duda, mucho más frágiles.
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