Se supone que el avance y retroceso de los glaciares debería producirse a un ritmo geológico, sumamente lento. Hoy están desapareciendo ante nuestros ojos.
Los glaciares son como animales salvajes. En la época preindustrial los temíamos como si fuesen lobos, unos lobos capaces de engullir pueblos enteros. Hacia finales del siglo XIX se habían convertido en una atracción turística; en Suiza uno podía acceder a las entrañas del glaciar del Ródano a través de un túnel que se abría cada verano junto al Hotel Belvedere. En aquella época también empezamos a crear un mundo en el que podría llegar el día en que los glaciares no tengan cabida. Pero por ahora, esas bestias salvajes siguen ahí.
Respiran. La nieve se amontona y se transforma en hielo en las zonas más elevadas de un glaciar; más abajo, cerca del frente, se derrite. «El glaciar inhala en invierno y exhala en verano», explica Matthias Huss, un joven glaciólogo de la Universidad de Friburgo, en Suiza. En agosto, una cuarta parte del agua que lleva el río Ródano proviene de la fusión de los glaciares.
Se mueven. Cuando la masa de hielo alcanza un espesor suficiente, este empieza a fluir. «Si no se mueve, es hielo estancado, no un glaciar», dice Dan Fagre mientras me señala una mancha blanca en el Parque Nacional Glacier de Montana. Hace 20 años que trabaja allí como ecólogo especialista en cambio climático. Ahora hay 25 glaciares activos en el parque, pero hace un siglo eran 150. Muchos desaparecieron antes de que llegáramos a cartografiarlos. Sabemos que existieron por sus morrenas, las pilas de derrubios arrastrados y depositados por los glaciares.
Reinaron. Veinte mil años atrás Suiza era un mar de hielo; solo sobresalían las zonas más altas de los Alpes, como islas esculpidas por el viento. Los restos de aquella glaciación tuvieron un leve resurgimiento en el siglo XIX, a finales de lo que conocemos como la pequeña edad del hielo. Un daguerrotipo de 1849 muestra el frente del glaciar del Ródano a una cota 500 metros más baja del lugar donde se encuentra hoy; caía por la empinada pendiente, con sus peñascos de hielo bañados por una luz azulada, y reptaba por el fondo del valle como una ameba congelada. Una ameba de varios pisos de altura.
La osadía de codearse con monstruos de aquel calibre durante la pequeña edad del hielo permitió a los científicos suizos darse cuenta –a partir de las morrenas y otras huellas en lo alto de las montañas– de que en el pasado hubo importantes glaciaciones. Es así como supimos que el clima de la Tierra puede sufrir cambios profundos. Si no los estuviéramos provocando nosotros mismos ahora, si la naturaleza siguiera teniendo el control, dentro de un milenio o dos se produciría otra glaciación. Por otro lado, si quemáramos todo el carbón, el petróleo y el gas que aún hay bajo tierra, derretiríamos hasta el último trozo de hielo. Los glaciares nos recuerdan que nos encontramos ante una encrucijada.
Luchan. A medida que el planeta se calienta, los glaciares buscan un equilibrio: una altitud y una masa en las cuales la nieve que acumulan sea igual al hielo que se derrite. «Luchan por adaptarse, pero no es fácil», dice Huss. La meteorología es un fenómeno local, y la lucha es individual; por eso unos pocos glaciares en la Tierra todavía están avanzando, pero solo unos pocos, y ninguno de ellos está en los Alpes. La mitad del hielo alpino se ha derretido durante el último siglo, el suficiente como para llenar todos los lagos de Suiza. Huss pronostica que entre el 80 y el 90 % del hielo que aún queda habrá desaparecido en 2100.
El glaciar del Ródano ha retrocedido; ya no es visible desde el valle. Ahora acaba justo por encima del Hotel Belvedere, y en verano aún se puede acceder a su interior. Para verlo en invierno, cuando está solo en su elemento y la carretera que conduce al hotel está cerrada al tráfico, hay que subir una montaña con raquetas de nieve. Desde ahí, mientras los cuervos vuelan en círculos y la nieve se arremolina a tu alrededor, la bestia queda a tus pies: una ondulante serpiente blanca, silenciosa, que respira con dificultad.
El Parque Nacional Glacier seguirá siendo hermoso sin los glaciares, asegura Fagre. Suiza también, dice Huss, pero añade: «A mí me duele ver que al final del verano toda la nieve se ha derretido y los glaciares menguan. Me duele».
El calentamiento global ha propiciado que los glaciares de los ambos polos se estén derritiendo a una velocidad impresionante por lo tanto, el calentamiento de la tierra, va en aumento cada día.
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